Los demócratas y el peligro cubano
ALEJANDRO ARMENGOL
Con el Congreso en manos del Partido Demócrata, existe la posibilidad de
que la política estadounidense hacia el gobierno castrista se convierta
en un tema más ''doméstico'' aún.
En la medida de que la situación en Irak empeore y Raúl Castro siga
conduciendo el proceso de sucesión sin obstáculos, Washington se
limitará a mantener sin cambios su estrategia cubana.
Quiere esto decir que durante los próximos meses --mientras el tiempo
decide cuál fue el diagnóstico correcto sobre la salud de Fidel Castro,
si acertó el doctor José Luis García Sabrido o el espía John
Negroponte--, los únicos ''cambios'' que podrán introducir los
legisladores demócratas tendrán que ver con la asignación de fondos y no
con un replanteamiento de la estrategia hacia el régimen de La Habana.
Las señales están por todas partes, desde una investigación congresional
al funcionamiento de Radio y TV Martí hasta una revisión de la
administración de los fondos destinados a la ayuda de los grupos
disidentes en la isla.
El eliminar los fondos o al menos establecer un mejor control sobre el
dinero entregado para varios proyectos --que hasta el momento han
brindado pocos resultados y consumido millones de dólares-- encierra un
grave peligro político para los demócratas.
Los republicanos tratarán por todos los medios de destacar que el
verdadero interés demócrata es minar los esfuerzos en favor de los
opositores a Castro, así como pactar con el gobierno de la isla.
Es posible que algo de esto sea cierto. Como también es posible que no
sólo congresistas demócratas sino también republicanos alienten en los
próximos meses esa idea. Pero como viene ocurriendo desde hace años, el
cálculo decisivo se realizará sobre las ganancias --políticas y
económicas-- resultantes tras un mejoramiento de las relaciones con la
isla y la pérdida en las donaciones y el voto cubanoamericano en el sur
de la Florida.
Desde el punto de vista electoral, los demócratas pueden estar a punto
de entrar en un campo minado: en vez de lograr poner en evidencia la
incapacidad de la actual administración para desarrollar una política
efectiva --que contribuya a un avance hacia la democracia en Cuba--,
cargarán con las culpas del fracaso de una estrategia que le es ajena.
Tienen en su contra una situación que a primera vista puede ser
interpretada como una ventaja: continuarán siendo el partido de la
oposición, sólo que ahora con una cuota de poder tan grande que los hace
partícipes de los errores.
Para los republicanos que son partidarios del recrudecimiento del
embargo y las restricciones, el giro demócrata en el Congreso tiene un
lado favorable, claro que visto desde una óptica relativa.
Los demócratas no cuentan con el poder necesario para llevar a cabo
modificaciones sustanciales en una política que por décadas ha
demostrado su inutilidad. Pero al mismo tiempo, es posible que puedan
ponerle un freno a su desarrollo.
No es difícil entonces imaginar las justificaciones que una vez más
saldrán a relucir: no es que el embargo no funcione, la cuestión es que
no se aplica adecuadamente.
Pasará poco tiempo antes de volver a escuchar que el problema radica no
en una estrategia de aparente confrontación, que sólo ha servido de
justificación a Castro y sus seguidores, sino en ``los obstáculos que
los partidarios de La Habana en el Capitolio no se cansan de elaborar
para impedir el triunfo de la libertad en la isla''.
De nuevo se esgrimirá el concepto de ''los grandes intereses
financieros, siempre en favor de la negociación con el régimen'' y
renacerán los ataques a los que ``buscan hacer riqueza a cuenta del
sudor y la esclavitud de los cubanos''.
Siempre ha existido cierta vocación ''anticapitalista'' en el llamado
''exilio de línea dura'', que tiene su explicación ideológica en las
afinidades con el franquismo y la vocación totalitaria de algunos de sus
miembros. Nada más repetido en esta ciudad que las críticas a la fortuna
de los políticos demócratas más notables --sea un Kennedy, un Gore o un
Kerry--, mientras se alaba y respeta la riqueza de los Bush y sus
semejantes.
De esta manera, el error del presidente George W. Bush al enfrascarse en
una guerra inútil, cruel y costosa en Irak seguirá actuando
indirectamente en favor del régimen de La Habana. Frente a este hecho,
la importancia de Cuba es relativa, al menos mientras la amenaza de un
éxodo masivo no pase de ser un temor más en una época de incertidumbre.
Probablemente los demócratas sólo consigan quedarse a medias --y por lo
tanto, no lograr nada--, temerosos también de disgustar demasiado a un
sector de la comunidad cubana que desde hace años juega un papel
importante --exagerado en ocasiones-- en las elecciones presidenciales.
Lo más adecuado para los legisladores demócratas, desde el punto de
vista electoral, es una política de tanteo y cautela en el tema cubano.
Lástima que esa prudencia también conspire contra la posibilidad de
contribuir al avance de los cambios en la isla.
aarmengol@herald.com
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