Censura, ¿estás ahí? (II)
En Cuba, las noticias sobre la censura son también censuradas. Nada
difícil en un país donde el gobierno tiene el poder exclusivo de decidir
qué se publica en la prensa.
Carlos Espinosa Domínguez, Nueva Jersey
lunes 22 de enero de 2007 6:00:00
Desde los primeros años de la revolución, Castro insistió en la
necesidad de transformar la mentalidad de la población, así como en la
importancia de que los obreros aprendieran a pensar como clase. Ernesto
Guevara, por su parte, hizo un llamado para erradicar el individualismo,
en beneficio de la concepción colectiva que pasó a ser instaurada.
En los discursos de esos años, Castro hace énfasis en que "la Revolución
tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el
derecho a vencer". En uno de ellos expresa: "Nosotros creemos que la
Revolución tiene todavía muchas batallas que librar, y nosotros creemos
que nuestro primer pensamiento y nuestra primera preocupación deben ser:
¿qué haremos para que la Revolución salga victoriosa? Porque lo primero
es eso: lo primero es la Revolución misma y después, entonces,
preocuparnos por las demás cuestiones. Esto no quiere decir que las
demás cuestiones no deban preocuparnos, pero que en el ánimo nuestro,
tal como es al menos el nuestro, nuestra preocupación fundamental ha de
ser la Revolución". Con esas palabras, ha hecho notar Roger Reed, Castro
establece el derecho de existir de la revolución, que debe tener
prioridad sobre los derechos individuales. En otros términos, la
sobrevivencia de la revolución tiene que anteponerse a cuestiones como
la libertad de expresión de las personas. Tal argumento hace recordar el
que hoy esgrime George W. Bush, quien enarbola como pretexto la
seguridad nacional de los Estados Unidos para restringir las libertades
civiles.
Acerca de esta jerarquización de la masa sobre el individuo y de su
empleo para legitimar la censura, se ocupó George Orwell en el ensayo
The Prevention of Literature. Allí expresa que los enemigos de la
libertad individual siempre tratan de presentar su caso como un alegato
de la disciplina versus el individualismo, manteniendo el de verdad
versus engaño en segundo plano tanto como es posible. A pesar de que el
aspecto que se enfatiza puede variar, prosigue Orwell, el escritor que
rehúsa vender sus opiniones es siempre estigmatizado como un nuevo
egoísta. Esto es, se le acusa bien de quererse encerrarse en una torre
de marfil, bien de hacer un despliegue exhibicionista de su propia
personalidad, o bien de resistirse a la inevitable corriente de la
historia, en un intento de aferrarse a injustificados privilegios.
Orwell señala cómo católicos y comunistas coinciden en asumir que un
oponente no puede ser honesto y, a la vez, inteligente. Unos y otros
claman de manera tácita que "la verdad" ya ha sido revelada, y que el
hereje, si no es sencillamente un tonto, está secretamente consciente de
ella, y si se resiste a aceptarla es sólo por motivos egoístas. Apunta
Orwell que en los regímenes comunistas, el ataque a la libertad
individual se enmascara, por lo general, en la retórica oratoria sobre
el "individualismo pequeño burgués", la "ilusión del liberalismo
decimonónico", así como en términos como "romántico" y "sentimental",
los cuales son difíciles de rebatir o impugnar, dado que no poseen un
significado consistente. De ese modo, la controversia es manipulada y
apartada de su verdadero punto central. Y concluye Orwell: "Las
familiares invectivas contra el «escapismo», el «individualismo», el
«romanticismo» y sus sucedáneos, constituyen un artificio forense cuyo
objetivo es hacer que la perversión de la historia parezca respetable".
En la realidad, sin embargo, fueron otros términos, no tan literarios ni
tan sutiles, los que se usaron para censurar a escritores y artistas.
Eso, naturalmente, en los casos en que se dijeron las razones, pues no
hay que olvidar que en los regímenes totalitarios los censores actúan
desde la autoridad absoluta que les da el poder político unívoco. Eso
implica, entre otras potestades, la de no tener que dar explicaciones ni
justificaciones. Nunca se supo, por ejemplo, qué llevó a que se
prohibiera la salida de Lenguaje de mudos, con el cual Delfín Prats
había obtenido en 1968 el Premio David de Poesía. Su autor ha comentado
así la suerte que entonces corrió su obra: "La publicación del libro
coincidió con un momento muy difícil dentro del proceso literario cubano
como fue el momento del caso Padilla. El libro mío fue como que arrojado
por el agujero de la memoria. Es decir, no circuló, no llegó a venderse,
no llegó a presentarse, no se habló de él para nada". De igual modo, no
se aclaró en la prensa (resulta ocioso precisar oficial, puesto que es
la única que existe en Cuba desde hace más de cuatro décadas) por qué la
novela La casa, de José Cid, pese a que fue editada nunca llegó a las
librerías, ni cuál fue la razón por la cual dejó de publicarse la
revista Pensamiento Crítico (1967-1971). Tampoco se estimó necesario
explicar por qué nunca llegó a los lectores ¿Por qué llora Leslie
Caron?, el original con el que Roberto Uría había merecido el Premio 13
de Marzo de Cuento en 1987. Y supongo que más de uno se habrá preguntado
por qué Ese sol del mundo moral, el estudio de la eticidad cubana
escrito por Cintio Vitier, apareció en México en 1975, pero en la Isla
no se vino a editar hasta1995.
Un viejo proverbio ruso arroja cierta luz sobre las causas que provocan
estos ataques a la libertad de creación y de expresión: "Una palabra de
verdad sobrepasa al mundo". Es el miedo a la verdad lo que conduce a los
biznietos de Torquemada a cortar párrafos, prohibir libros e incluso
destruir ediciones completas. Mucho más incomprensible resulta, en
cambio, que esa censura se extienda a la inclusión o la simple mención
de autores. En el Diccionario de la Literatura Cubana (1984) fueron
eliminados Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Lino Novás Calvo,
Calvert Casey, Severo Sarduy y Nivaria Tejera, para mencionar unos
cuantos nombres.
Igual criterio censor aplicó la Casa de las Américas en la obra
colectiva en dos volúmenes Panorama Histórico-Literario de Nuestra
América (1982). Para quienes no la conozcan, se trata de un índice que
recoge los títulos publicados cada año en los distintos países de
Latinoamérica. Los datos se reducen a género literario, autor y título,
sin ningún comentario o valoración crítica. Pues ni siquiera esa
información tal elemental escapó a las tijeras de los comisarios. No
sólo se excluyó de la misma a Cabrera Infante, Arenas y Antón Arrufat
(éste fue secretario de redacción de la revista Casa de las Américas),
sino que tampoco figuran Los niños se despiden y Condenados de Condado,
títulos con los cuales Pablo Armando Fernández y Norberto Fuentes
obtuvieron en 1968 los premios de novela y cuento, respectivamente, en
el concurso anual que convoca la misma institución que publicó Panorama
Histórico-Literario de Nuestra América. Mas la justicia puede venir por
las vías más inesperadas, y en la portada del libro aparece, en letras
lo suficientemente grandes como para que no pase inadvertida, esta
deliciosa errata: Coleción Nuestros Países.
Hasta Eduardo Galeano sufrió censura
Y a propósito de esta última institución, recuerdo la versión paródica
de un conocido refrán que circuló en la Isla durante los aciagos años
setenta: "En la Casa de las Américas, cuchillo de palo". El cuchillo
sería de palo, pero las tijeras censoras no lo eran y estaban
debidamente afiladas para cumplir su función. A partir del escándalo
internacional que suscitó el llamado caso Padilla y del inicio de una
nefasta etapa (entre 1946 y 1953, los soviéticos sufrieron la
zhdanovschina; en la década de los setenta, a los cubanos nos tocó
padecer el "pavonato") de cuyas desastrosas consecuencias la cultura
cubana no se recuperado del todo, se hicieron constantes las bajas de
los intelectuales y artistas extranjeros que habían sido compañeros de
viaje de la revolución cubana. Eso llevó a que a partir de 1972 y hasta
1983 en las ediciones de los Premios Casa se suprimieran los nombres de
los jurados, pues nunca se podía tener la certeza de que iban a mantener
la misma opinión respecto al rumbo adoptado por el proyecto que hasta
entonces apoyaban.
No hay que olvidar asimismo que fue en la revista Casa de las Américas
(números 65-66, marzo-junio 1971) donde se publicaron "los trascendentes
materiales emanados del Primer Congreso Nacional de Educación y
Cultura", en un dossier que incluía la Declaración final, el discurso de
Castro, una airada invectiva contra los escritores y artistas
latinoamericanos que le enviaron la conocida carta, y la autoinculpación
de Heberto Padilla. De igual modo, a partir de ese número la revista
eliminó el comité de colaboradores que incorporó a partir del número 30,
y al cual pertenecían, entre otros, Julio Cortázar, Ángel Rama, Mario
Vargas Llosa, Roque Dalton y David Viñas. En la sección Al pie de la
letra de la siguiente entrega de la revista se reprodujeron varios
artículos de escritores y artistas extranjeros que apoyaban las medidas
adoptadas, pero no se citó ni uno solo de aquellos que expresaban
opiniones contrarias a las mismas.
Para muchos resultará insólito y casi increíble saber que alguien tan
incondicional de la revolución cubana como el uruguayo Eduardo Galeano
también fue censurado por la Casa. En la edición cubana de su libro de
testimonio Días y noches de amor y guerra, galardonado en 1978 con el
Premio Casa de las Américas, fue suprimida sin su conocimiento y, por
tanto, sin su consentimiento una de las viñetas. Debió aparecer en la
página 200 y Galeano la restituyó en la edición española de Alianza
Editorial de 1986. He aquí su texto completo:
"En su casa de La Habana, Bola de Nieve me acosó a preguntas sobre
Montevideo y Buenos Aires. Quería saber qué era de la vida de gentes y
lugares que él había conocido y querido hacía treinta o cuarenta años.
Al rato me di cuenta de que no tenía sentido seguir diciendo: «Ya no
existe» o «Fue olvidado». Él también comprendió, creo, porque se puso a
hablar de Cuba, de eso que él llamaba yoruba-marxismo-leninismo,
síntesis invencible de la magia africana y la ciencia de los blancos, y
pasó horas contando chismes de la alta sociedad que antes le pagaba para
cantar: «Rosalía Abreu tenía dos orangutanes. Los vestía con overol. Uno
le servía el desayuno y el otro le hacía el amor».
"Me mostró cuadros de Amelia Peláez, que había sido su amiga:
"-Murió de bruta -dijo-. A los setenta y un años era todavía señorita.
Nunca había amante ni amanta ni nada.
"Confesó su pánico por los gallos vivos y los monos sueltos.
"Se sentó al piano. Cantó Drume, negrita. Después cantó Ay, mama Inés y
el pregón del manisero. Tenía la voz muy gastada, pero el piano lo
ayudaba a levantarla cada vez que se caía.
"En un momento interrumpió la canción y se quedó con las manos en el
aire. Se volvió hacia mí y con estupor me dijo:
"-El piano me cree. Me cree todo, todito". (pp. 183-184)
En una entrevista que le hice un año antes de su muerte, Reinaldo Arenas
me comentó, al referirse a los años cuando trabajó en la Biblioteca
Nacional José Martí, lo siguiente: "En la Biblioteca existía un sitio
llamado muy apropiadamente el infiernillo, donde se guardaban los libros
que por ninguna razón podían prestarse al público. Después los libros
empezaron a desaparecer misteriosamente, y hasta el propio infiernillo
desapareció un buen día". Una señora que trabajó durante muchos años en
la Biblioteca Nacional (por razones obvias, no voy a revelar su nombre)
me corroboró la existencia de tal sitio, e incluso me dijo que aparte
del que Arenas conoció, existía otro análogo en el Departamento Infantil
y Juvenil, en el cual se hallaban, por ejemplos, los libros de la
argentina María Elena Walsh. ¿La razón? Contenían alusiones a Dios, lo
cual las convertía en lecturas nocivas para los niños cubanos. Ese mismo
criterio fue el que llevó a los censores a aplicar la tijera y expurgar
de alusiones religiosas la edición de Moby Dick publicada por la
Imprenta Nacional en 1962.
En algunas ocasiones, los censores se delatan cuando su torpeza los hace
dejar rastros. En La vida entera (Ediciones Unión, La Habana, 1969), de
Virgilio Piñera, al final se aclara la fuente en que originalmente
aparecieron la mayor parte de los poemas. En esa lista está Paseo del
caballo, que, sin embargo, no figura en el índice. El centinela de turno
debió temer que el título pudiera interpretarse como una alusión
burlesca al Máximo Líder, lo suprimió, mas ¡ay! no se acordó de hacer lo
propio con la referencia. En la solapa de la contraportada de La Odilea
(Ediciones Unión, La Habana, 1968), se pueden leer una lista de libros
de reciente publicación, y entre ellos está incluida la novela El mundo
alucinante, de Arenas. Asimismo en La cantidad hechizada (Ediciones
Unión, La Habana, 1970), en las páginas finales se recogen todas las
obras publicadas por Ediciones Unión. Dentro de la Colección Manjuarí
está el poemario de Belkis Cuza Malé Juego de damas. Lo cierto es que
ninguna de esas dos obras alcanzó a ver la luz, pues el largo brazo de
la censura actuó con prontitud para impedirlo.
Y como en estas páginas me he referido fundamentalmente a la censura de
obras literarias, quiero finalizarlas con la cita de un par de textos
para que dialoguen entre sí. En la Feria del Libro de La Habana de 1998,
Castro hizo esta declaración recogida por la prensa: "En Cuba no hay
libros prohibidos, sino que no hay dinero para comprarlos". En mi
ejemplar del volumen de cuentos de Reinaldo Arenas Adiós a mamá,
conservo esta nota aparecida en el diario español El Mundo: "Madrid.- La
editorial independiente Áltera ha emprendido una acción para repartir en
Cuba dos mil ejemplares de la obra del autor cubano Reinaldo Arenas
Adiós a mamá (De La Habana a Nueva York), prohibido en Cuba.
Intelectuales como Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Landero, Marsé, Muñoz
Molina, Terenci Moix y Rosa Montero, entre otros, apoyan con su firma
una iniciativa considerada por las autoridades cubanas «una injerencia»".
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