Golf, Reformas, Antonio Castro
Antonio Castro y sus 18 hoyos
La nueva élite emergente en Cuba se distingue de la predecesora por sus
medios de vida
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 27/05/2013 9:05 am
Cuando leí la noticia sobre la victoria de Antonio Castro en un torneo
internacional de golf, no pude evitar pensar en Pierre Bordieu.
Bordieu ha sido uno de esos cientistas sociales imprescindibles que
escribió sobre varias temas y siempre dijo cosas interesantes. Entre
ellas, escribió sobre lo que llamó "la distinción". Para Bordieu ésta
era una suerte de condensación de hábitos de consumo y comportamientos
que enmarcan un estilo de vida clasista.
Todas las élites han cultivado su propia distinción con arreglo a sus
historias y sus poderes. Cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra se
hicieron del poder, comenzaron a construir la suya. En un principio fue
basada en un discurso de austeridad plebeya y antiurbanismo que encarnó
en la figura de Ernesto Guevara con su innegable estoicismo y su
conocida aversión al baño. Luego, sobrepasada la época épico/heroica, la
nueva clase política tomó el gusto a las abundancias del poder.
Pero siempre tuvieron que hacerlo guardando ciertas apariencias, a
expensas del Estado (nadie tenía bases propias de acumulación) y
amenazados por un poder supremo que se encargaba de decapitar a los
excedidos, a los escandalosos y a los desleales. Y de cualquier manera,
siempre estuvieron limitados por su propia visión del mundo que
generalmente confundía la prosperidad con aquello que Marc Bloch llamaba
"la abundancia grosera". Eran gente de grandes comilonas, profundas
borracheras, capaces de moverse por el mundo con sus gimnasios
personales a cuestas, de llenar aviones con pacotilla madrileña y
consumidores incontinentes de sexo, del barato y del caro. Pero eran
incapaces de entender la elegancia de un adagio o las diferencias entre
los vinos del nuevo y del viejo mundo. No sé si soy excesivamente cruel,
pero cuando pienso en ellos siempre me viene a la mente la imagen del
último canciller destronado meneando su lipídica humanidad con una
botella de cerveza en la mano y los pantalones arremangados, en aquella
fiesta campestre cuyo video aún está colgado en internet.
Las reformas económicas desde los 90, y en particular desde 2008, han
sido tibias en muchos sentidos. Pero no en abrir espacios de consumo y
tolerancia a la acumulación a favor de lo que se perfila como una nueva
base social del futuro capitalismo cubano: capos del mercado negro,
herederos de fortunas políticas, gerentes invocadores de la
competitividad, consultores asalariados y merodeadores de la farándula y
de las artes.
Esta nueva élite emergente se distingue de la predecesora por sus medios
de vida. Esta última era una clase rentista que medraba como una lamprea
sobre el cuerpo productivo. Los emergentes, aunque dependen de la
protección y la asignación estatal (sin ello nadie sobrevive en Cuba),
sus poderes económicos provienen en buena medida del mercado. Son ellos
(y ellas) los que se pueden beneficiar de la asistencia a los hoteles,
de la compra de viviendas y autos, de los viajes al extranjero con visas
que solo garantizan cuentas bancarias significativas, así como de otros
servicios que se adquieren en el mercado negro a precios exorbitantes,
internet incluido. Y sólo son ellos —y quizás esto es lo más importante—
los que pueden dar continuos saltos desde lo que es privado a lo que es
público, desde los CUPs a los CUCs, desde lo que es negocio a lo que es
política. Y siempre obteniendo beneficios diferenciales desde los cruces
de esas múltiples fronteras que caracterizan la fragmentada realidad
nacional.
Y en consecuencia, la nueva élite porta otro conato de distinción
burguesa que se impone en las noches de lentejuelas de lugares muy
selectos, o en los convites en casas que antes solo poseían los
funcionarios consagrados y los embajadores. Es sobre ellos y sus noches
de lujo que han escrito varios cronistas de los tiempos, como han sido
Lois Parsley y Sandra Weiss. Esta última en un artículo curiosamente
titulado "Vuelve el glamour a la Habana" en que describe una hummer
anaranjada machacando los baches de las calles de la ciudad.
Y es justamente aquí donde entra la figura de Antonio Castro. La
indignación de muchos lectores sobre el probable costo del hobby del
hijo de Dalia es lógico. Cuba es un país donde la gente discute un dólar
con la misma pasión como Robinson Crusoe cuidaba su corral de cabras
esquivas. Pero creo que es un asunto secundario, pues cualquier compañía
pudo haberle pagado el entrenamiento y hasta haber teledirigido las
peloticas de Antonio para que acertaran en los 18 hoyos disponibles.
Pues un ganador tan visible como Antonio Castro vale la pena, y por eso
su victoria en un torneo de segunda ha sido repiqueteado con más fuerza
que si se tratara de Tiger Woods en un Majors.
A diferencia de sus hermanos —pálidos de diferentes maneras— tiene un
rol público visible. Y a diferencia de sus primos, Antonio Castro se
perfila como un ser apolítico. No se le ve promoviendo libros
antimperialistas ni conduciendo congas LGTBs, sino fumando puros con un
jet set internacional amante de la nicotina. No tiene cargos
rimbombantes sino una simple vicepresidencia de la federación de
béisbol, que, no obstante, le pone en la mano la llave para administrar
la apertura del país al profesionalismo. Y eventualmente hacerse de un
equipo, como lo han hecho muchos multimillonarios en el mundo, entre
ellos Silvio Berlusconi y Sebastián Piñera.
Antonio Castro es definitivamente un hombre de pasarelas, pero eso no lo
hace intrascendente. Es una pieza particular de eso que hemos convenido
en llamar el Clan Castro. Y como tal, entre hoyo y hoyo, Antonio Castro
es parte de un poder fáctico que incidirá en la política cubana por
mucho tiempo.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/antonio-castro-y-sus-18-hoyos-284391
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