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Sunday, February 01, 2009

La Habana, ruinas y revolución

La Habana, ruinas y revolución

La Habana recibió con los brazos abiertos en 1959 a los que imaginaba
sus libertadores. Medio siglo después la ciudad es una ruina, ni
siquiera la sombra de sí misma. Esta crónica narra la destrucción de la
capital cubana y, tácitamente, ilustra el fracaso de la Revolución
Por Bertrand La Grange y Maite Rico/ Letras Libres
domingo@laprensa.com.ni
publicidad

1. Se acabó la diversión... El 6 de enero de 1959, Día de Reyes, el
Diario de la Marina publicó el siguiente anuncio: "La Unión Nacional de
Empresarios Cinematográficos de Cuba ha acordado [...] abrir las puertas
de todas nuestras salas, absolutamente gratis, a todos los miembros de
las valerosas tropas que integran el Ejército de la Libertad, para que
disfruten de nuestros espectáculos mientras estén acampados en La Habana".

El negocio del cine se unía así al fervor generado por aquella
revolución que prometía devolver las libertades políticas perdidas siete
años antes, con el golpe del general Fulgencio Batista. La Habana era
por aquel entonces una de las capitales mundiales del séptimo arte. La
ciudad, alardeaban los cubanos, tenía más cines que Nueva York: 135
salas para una población que no llegaba al millón de habitantes. Grandes
estudios como Warner, Twenty Century Fox, Columbia o Metro habían
abierto centros de distribución y talleres donde se formaban decenas de
técnicos. El cine no era sólo un motor cultural sino una industria de
primer orden.

Pero resultó que los dirigentes revolucionarios no supieron apreciar el
apoyo del gremio. Resultó, incluso, que eran alérgicos a esa forma de
entretenimiento burgués. Y aquellas salas, las señoriales y las modestas
de barrio, fueron sucumbiendo a la construcción del socialismo. Hoy
apenas sobrevive una veintena, para una población que rebasa los dos
millones. Las demás, enmudecidas, están cayéndose a pedazos, como todo
en esa ciudad. Y en la isla. La Habana, dicen ahora pesarosos los
cubanos, es un cementerio de cines. Como también es un cementerio de
librerías, de mercados, de comercios... De esperanzas. Sobrevive algo de
humor, cada día más negro, en espera de la muerte del caudillo, ese
desenlace biológico que nunca llega. "Lo tienen apuntalao –comentan–,
como los edificios de La Habana Vieja".

Calle Diez de Octubre con Santos Suárez. El imponente cine Apolo se
erige frente a la parada de la guagua. ¿Qué dan ahora? La pregunta
desencadena una cascada de reacciones. "¡Uyyy, no! –dice un mulato–.
¡Hace años que está cerrado! Se rompieron las máquinas y más nunca lo
abrieron. Un cine hermoso era, con fuente de soda y rositas de maíz". "Y
tenía aire acondicionado –interviene una señora canosa–. Lo dejaron
morir, como a todos. Sólo han mantenido los de la Calle 23 y la Rampa,
en el Vedado". Y las vecinas, entre suspiros, hacen un repaso de las
salas que había en la colonia donde nació la inolvidable Celia Cruz: "El
Moderno, el Dora, el Atlas, el Fénix, el Santos Suárez...", mientras
señalan a todos los puntos cardinales. "Ya no hay ni cartelera en el
periódico".

Algunos blogueros cubanos documentan con fotos el triste destino de los
cines más emblemáticos: el Cuatro Caminos es un aparcamiento, como el
Shanghai. El Majestic, un almacén. El Rex y el Dúplex, prodigios de la
tecnología en los cuarenta, se hunden "en aguas albañales". El Capitolio
es un almacén de construcción. El Campoamor, un estacionamiento de
bicicletas. El Cerro Garden, un taller mecánico. Cuatro celebradas salas
art decó han corrido suertes dispares: el Infanta se incendió, el
Manzanares se vino abajo, el Astral es utilizado por la Unión de la
Juventud Comunista, y el América ofrecía, cuando pasamos ante él, un
espectáculo humorístico titulado La esquina de Mariconchi.

El cine había llegado a Cuba con la Guerra de independencia y el estreno
de la República. La primera sala abrió sus puertas en el Paseo del Prado
en enero de 1897. Durante cinco décadas los habaneros devoraron filmes
estadounidenses, italianos y franceses, en doble sesión. Las estrellas
internacionales se paseaban por la ciudad. En el barrio de Colón, el de
los grandes estudios, los niños recogían del suelo los descartes de las
películas para fabricar petardos. Y los vendedores esperaban con sus
cestos de comida a la salida del pase de medianoche. El cine era parte
indisoluble de la vida de La Habana.

Hasta que "se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar".
Tenía razón el cantante Carlos Puebla. Se apagaron los proyectores. Se
confiscaron las películas. Las productoras abandonaron la isla. Las
salas fueron intervenidas por el Instituto Cubano del Arte e Industria
Cinematográficos (ICAIC). Casi un tercio cerró los primeros años. El
nuevo gobierno se encargó de seleccionar las películas en función de
criterios ideológicos. Cintas soviéticas, checas y polacas subtituladas
se adueñaron de las pantallas, aunque nunca se prohibió del todo el
"decadente" cine capitalista. El público desertó. Sin mantenimiento de
ninguna clase, el deterioro de las salas fue imparable.

Nada queda del eje cinematográfico por excelencia, Paseo del Prado y
Parque Central, jalonado por el Fausto (tan caro a Cabrera Infante), el
Galatea, el Capitolio, el Montecarlo, el Niza, el Sevilla o el Royal.
Han sobrevivido al cinecidio el Yara, el Payret o la gigantesca sala del
Karl Marx, antiguo Teatro Blanquita, todos construidos antes de 1959. El
régimen revolucionario los ha convertido en una vitrina internacional
donde se celebra desde 1979 el festival anual del Nuevo Cine
Latinoamericano. El principal responsable de esa estrategia ha sido
Alfredo Guevara, el gran santón de la cultura oficial cubana y censor
implacable desde la presidencia del ICAIC, que ocupó durante más de
cuarenta años. Guevara pasará a la posteridad por el demoledor retrato
que de él hizo Guillermo Cabrera Infante en su relato Delito por bailar
el chachachá.

2. El Carmelo de

Cabrera Infante

Guevara vino a interrumpir una tarde las ensoñaciones de Cabrera
Infante, que imaginaba entre el humo de su tabaco casamientos inmediatos
con cuanta hembra jacarandosa entraba en El Carmelo. En aquella
cafetería, toda una institución habanera, el escritor barruntaba lo que
se avecinaba en Cuba, mientras observaba las idas y venidas de egregios
miembros de la nueva casta política, que acababan de salir de un
concierto en el Auditórium, rebautizado Amadeo Roldán tras la revolución.

Entre ellos estaba ese comisario de las artes y las letras, que se abrió
paso hasta él "como Bette Davis en Now Voyager", con su traje de seda y
su corbata francesa, con su sonrisa gelatinosa, derramando efluvios de
L'Air du Temps. La Dalia, le había apodado Néstor Almendros. De cara a
la galería, Guevara ejercía de comunista virtuoso, al que disgustaba
sobremanera un Cabrera Infante fuera de su control. Quería, le dijo,
unirlo a su causa. Necesitaba su inteligencia. Y que dejara esa revista
cultural, Lunes de Revolución, que difundía contenidos inapropiados como
el arte "akstrakto", la literatura "biknik" o el jazz, productos todos
del imperialismo. La escéptica respuesta del escritor fue su sentencia:
seis meses después, el aparatchik cerraba la revista.

Cabrera murió en el exilio y es hoy uno de los muchos autores proscritos
en Cuba. Guevara es un anciano al que pasean bajo palio y que se lamenta
de que "La Habana está sumergida en la chusmería y en la vacuidad". Y El
Carmelo languidece en la misma esquina de Calzada con la calle D,
víctima del perverso sistema de la doble moneda.

(Aquí se impone una pequeña digresión técnica para explicar la insólita
política del Banco Central. Los cubanos reciben sus salarios en pesos
[veinte dólares mensuales en promedio], pero la moneda nacional sólo
sirve en las bodegas de alimentos básicos subsidiados por el Estado, en
algunos restaurantes baratos, en lo que queda de los cines, en el
transporte público o en las tiendas de ropa reciclada. En cambio, la
carne de res, la mayoría de las medicinas, la ropa decente, los
televisores, los teléfonos celulares y un sinfín de productos se pagan
en CUC o peso convertible, también llamado dólar cubano o chavito, en
alusión a los billetes del juego del Monopoly. El caso del pollo es de
lo más ilustrativo. El Gobierno lo trae congelado de Estados Unidos y lo
descuartiza con criterios clasistas: manda los muslos a las bodegas en
pesos, y destina las pechugas a las tiendas en CUC [oficialmente,
"tiendas de recuperación de divisas"; popularmente, chopin]. Y sólo los
cubanos que reciben remesas de sus familiares exiliados, los empleados
de empresas mixtas o los que tienen contactos, formales o informales,
con el turismo tienen acceso al CUC, que fue creado en 2004 y equivale a
24 pesos nacionales. El resto de la población, incluidos médicos y
maestros, sólo dispone de moneda nacional y pasa verdaderas carencias.
La brecha social es cada vez más evidente: hay una nueva clase de
cubanos, vinculados al establishment, que gastan en un solo almuerzo en
restaurantes de lujo lo que otros ganan en varios meses).

Regresemos ahora a El Carmelo, donde una camarera nos conduce a una sala
lúgubre y destartalada, con neones escasos y tan vacía como las bandejas
del autoservicio:

–¿No tienen nada?

–Sí, bueno, antes era bufé, pero ahora servimos en las mesas.

–Nos vamos a sentar fuera, en la terraza.

–Sí, pero tiene que ser en este lado, que es pago en divisa. Aquel lado
es para moneda nacional.

–¿Y qué diferencia hay?

–Que en moneda nacional se da comida y bebidas nacionales.

Su tono no deja lugar a discusión. Nos sentamos en el lugar asignado,
también vacío, lejos de los cubanos que ocupan algunas mesas en el otro
lado de la terraza.

–En moneda nacional, tienen para comer arroz, pollo, sopas...

–¿No nos había dicho que de este lado se pagaba en divisa?

–En divisa no hay comida, sólo emparedados.

–¿Hay pollo en moneda nacional y no hay en divisa?

–Así es.

–¿Y por qué?

–No pregunte. No hay respuesta. No funciona, le digo tal cual nos han dicho.

–Bueno, pues tomaremos una cerveza.

–¿Cristal o Bucanero?

–¿Pero no decía que la cerveza nacional era en el otro lado?

–Allí no servimos Cristal ni Bucanero sino otra peor, la que tomamos los
cubanos.

–¿Pero no es la misma fábrica?

–Ese ya es un tema que yo no domino.

–¿Y si queremos tomar una Cristal, pero estar sentados con los cubanos?

–No se puede porque... las sillas son distintas. Oiga, usted no ha
venido pa comel, sino pa hacel preguntas, y aquí no se puede preguntar.

Finalmente nos informan que podemos pedir comida en pesos y pagarla en
divisas. Nos ofrecen arroz con verdura. Sea. Cuesta imaginarse que
aquella terraza desolada, cubierta con plástico verde y amueblada con un
puñado de mesas metálicas hubiera sido escenario luminoso de la vida
social habanera de los cincuenta y refugio de animadas tertulias. No hay
agua en el baño, y los manteles rojos lucen manchas de grasa. La comida
es un rancho cuartelero. Ni en el peor de sus presagios hubiera
imaginado Cabrera Infante la suerte de su santuario. Y Lezama Lima,
visitante ocasional de El Carmelo y connotado glotón, penaría sin consuelo.

3. Réquiem por

las librerías

"La Habana era la voz de Lezama", dice Cintio Vitier, el viejo poeta que
se convirtió en un triste paladín del poder hace tres décadas. Mucho
antes de dedicarse a la propaganda oficialista, Vitier formó parte de la
redacción de la revista Orígenes, fundada en 1944 por Lezama y otros
intelectuales. Ese grupo tenía sus tertulias en la cafetería La Lluvia
de Oro y la librería La Victoria, ambas en la calle Obispo, en el
corazón de La Habana Vieja. "En la diminuta trastienda de La Victoria
podía uno asistir a las tertulias del autor de Paradiso. Con su enorme
tabaco entre los dedos, se solía imponer con su maravillosa
conversación", cuenta el poeta y sacerdote Ángel Gaztelu, otro de los
fundadores de la revista. Y cuando un joven escritor le pedía consejos
para sus lecturas, Lezama le contestaba: "Muchacho, lee a Proust".

Hoy nadie pide consejo en las pocas librerías que han sobrevivido al
vendaval revolucionario. La Victoria, ese "punto de reunión de la
intelligentzia cubana", como la describió el dramaturgo Virgilio Piñera,
sigue en el nº 366 de Obispo. Tras muchos avatares, el local, en estado
ruinoso, ha retomado su antigua función y vende libros usados, cubiertos
de polvo. No hay textos de Lezama, pero sí las Obras Completas del Che.
Una pareja de nórdicos despistados, conducida por el inevitable jinetero
que trabaja a comisión, mira unos carteles del guerrillero y se va sin
comprar nada.

La Lluvia de Oro también pervive, un poco más adelante, pero el camarero
no sabe quién es Lezama. Una orquesta toca son y salsa para los
turistas. Es uno más de esos lugares sin gracia que han proliferado en
los últimos años para hacerse con las divisas de los visitantes extranjeros.

Sólo en Obispo había ocho librerías-editoriales cuando Fidel Castro
entró en La Habana en enero de 1959. Todas habían sido fundadas por
españoles, entre ellos un exiliado republicano, y todas fueron
"intervenidas" por las autoridades y clausuradas en su mayoría. El
monumental edificio en la esquina de Obispo y Bernaza, construido en
1935, sigue albergando La Moderna Poesía, pero el buque insignia del
mundo editorial cubano se ha convertido en un cascarón vacío. Los
escaparates son el reflejo fiel de la política cultural del gobierno. En
uno dominan los libros de cocina, astrología, autoayuda o decoración. La
presencia de la literatura cubana se limita a los dos tomos de las Obras
poéticas de Nicolás Guillén y una novela de la joven escritora Ena Lucía
Portela. El otro está dedicado a la chemanía: doce títulos sobre el
"guerrillero heroico", en español, francés e inglés.

La Moderna Poesía, como el puñado de librerías de La Habana, es más bien
un depósito arbitrario de libros donde los dependientes, todos
funcionarios del Estado, se aburren soberanamente a la espera del
improbable comprador. La presencia de un manual sobre "estrategias de
supervivencia empresarial" desconcierta casi tanto como la indigencia de
los estantes de literatura cubana, donde faltan la mayoría de los
grandes escritores. Con todo, el establecimiento mantiene la noble
función para la que fue creado en 1890. De su socia, la librería
Cervantes, con la que llegó a abrir sucursales en Sudamérica, no queda
rastro.

Y el local de su vecina, Ediciones Montero, creada en 1937 y
especializada en temas de derecho, lo ocupa hoy el Comité Militar
Municipal. El escaparate está tapado con tela verde, y en el cristal hay
una foto del Che. En la acera de enfrente, la Librería Internacional
ofrece al Che en todos los formatos posibles y la Ateneo Cervantes está
invadida por manuales revolucionarios en desuso de los cinco continentes.

Para los aficionados a la lectura, los libreros de ocasión de la Plaza
de Armas constituyen el último recurso. Son una veintena e instalan sus
puestos cuatro días a la semana en ese hermoso parque. Un primer vistazo
puede ser decepcionante: Fidel, el Che y la revolución copan las
estanterías, por obligado protocolo, pero también por negocio. "A los
jóvenes europeos lo que más les interesa son las obras del Che", comenta
uno de ellos. Pero las miles de bibliotecas privadas desmanteladas y
vendidas en Cuba dan para mucho, y todavía hoy puede encontrarse alguna
pequeña joya. Nada de Cabrera Infante, Reinaldo Arenas o Virgilio
Piñera, ni de los autores de la nueva generación, como Leonardo Padura y
Pedro Juan Gutiérrez, que viven en La Habana pero publican en el
extranjero. Parapetados en sus puestos, los libreros, que además suelen
ser lectores, saben, sin embargo, dónde conseguir la mercancía prohibida.

4. Los vestigios

de Galiano

La calle Obispo, arteria cultural y comercial, hervidero de estudiantes
y empleados de banca, de funcionarios y gacetilleros a la carrera, cedió
protagonismo en los años cuarenta al distrito de Centro Habana, a
espaldas del Capitolio. Las calles Galiano, Neptuno y San Rafael, sedes
de los primeros grandes almacenes, se convirtieron en el corazón
vibrante de la capital moderna. No hay habanero que no evoque la
elegancia de sus tiendas, el brillo de los escaparates o las meriendas
en las amplias cafeterías.

Hoy Centro Habana parece una ciudad bombardeada, con pestilentes
contenedores de basura y edificios ruinosos donde se hacinan las
familias en cuartos oscuros. En este barrio, en la calle Trocadero,
tenía Lezama Lima su casa, convertida en museo hace una década. De
haberle tocado vivir en esta época, el escritor, después de haberse
quedado con hambre en El Carmelo y sin tertulia en Obispo, habría
regresado a su vivienda esquivando las montañas de escombros de los
inmuebles vecinos.

Pero si hay un lugar que representa la destrucción impenitente de la
ciudad, ése es la calle Galiano, otrora "torbellino de curvas, de
miradas, de piropos ásperos", como la describiera Jorge Mañach en sus
entrañables Estampas de San Cristóbal. Hacia el Malecón, Galiano está
salpicada de desperdicios en charcos lodosos. Viejas farolas, hoy
decapitadas, jalonan el recorrido. El antiguo Casino Regina, con su
portentosa fachada de azulejos, amenaza con derrumbarse, como el bloque
de diez pisos del número 310, que ya ha sido desalojado. Justo al lado
estaban los grandes almacenes La Ópera, que se vinieron abajo. En la
antigua joyería Montané se ha instalado el Comité de Defensa de la
Revolución del barrio, cuyo cometido es delatar a los "enemigos" del
régimen. Galiano llegó a concentrar catorce establecimientos de alhajas.
Del espectacular edificio de Le Trianon sólo queda la fachada, que
ampara un solar donde se estacionan los bicicarros. Ribas tiene los
portones sellados. De la joyería El Cairo se adivina la ubicación por el
rótulo incrustado en el suelo de piedra, bajo los soportales: "El templo
de los enamorados".

La otra atracción de Galiano eran los grandes almacenes. El Ten Cents,
que la cadena estadounidense Woolworth había abierto en 1924, ofrecía
mercancías importadas a módicos precios. "Vendían todo lo que puedas
imaginar, cinco plantas con mostradores de vidrio y madera. Era precioso
–recuerda Martha, que trabajó como administradora cuando fue intervenido
tras la revolución–. Todo lo desbarataron. Fue tristísimo". Woolworth
explicaba con orgullo en sus folletos la filosofía del comercio a gran
escala, que les permitía bajar costes. "Nuestra orientación es
beneficiosa para las clases populares, que pueden obtener artículos que
antes les eran inaccesibles".

En su lugar, la revolución ha abierto una gran ferretería en divisas y
precios fuera del alcance del cubano. La tienda Trasval ocupa dos
plantas y vende artículos de plástico, juguetes, herramientas y pequeños
electrodomésticos, en su mayoría made in China. Desde martillos –el más
barato, de pésima calidad, a 9,60 CUC (11,50 dólares)– hasta un pequeño
y vulgar estante de mimbre, a 55 CUC (66 dólares). La gente acude de
visita, como a un planeta de fantasía al que se ingresa después de dejar
los bolsos y la identificación en una consigna. Para evitar cualquier
descuido, su recorrido es seguido por "cámaras de alta tecnología",
según advierten los carteles. Y a la salida un ejército de fornidos
vigilantes registra al cliente.

Para evitar tan incómodo marcaje, nada como acudir a una tienda en
moneda nacional, que no se llaman tiendas sino "unidades de ventas".
Impagable resulta la que hoy ocupa el local del antiguo Bazar Inglés,
puerta con puerta con el Trasval. "Cadena exclusiva. Ropa reciclada de
primera calidad", reza la pintura de la pared azul. Todo es siniestro:
desde el maniquí del escaparate a las dependientas, pasando por los
desechos que cuelgan de cinco percheros: camisas, pantalones y faldas
desgastados, posiblemente restos de las pacas de ropa de segunda mano,
procedente de Estados Unidos, que se vende en Centroamérica. Tampoco
exigen el bolso ni la identificación en la antigua Berens Moda, en la
calle Neptuno, cuyo escaparate merece el paso a la posteridad. Veamos:
un "blúmer", tres tarjetas del Che, dos botellas de desinfectante, una
junta de cafetera, un peine sucio, una junta de olla, dos cascos de
moto, un sobre de "polvo facial", una cazuela, dos budas chinos de
colores y un cartel que reza: "Se arreglan pies y manos. Uñas postizas".
Éstos son los reductos de los cubanos sin divisas.

5. Lucha de clases

en El Encanto

La joya de la corona de la calle Galiano eran, sin duda, los almacenes
El Encanto, "más que una tienda, una institución nacional", como decían
los anuncios de entonces. Abierta en 1888 por tres inmigrantes
asturianos como una modesta sedería, para 1950 ocupaba ya una manzana
entera, en la esquina con San Rafael. Las fotos de la época muestran un
edificio moderno de siete plantas, con relucientes escaleras mecánicas,
amplios vestíbulos con ascensores y "artísticas vitrinas".

La publicidad no exageraba: la fama de El Encanto, templo del
refinamiento y el buen gusto, había cruzado fronteras. Christian Dior
visitó en 1956 el establecimiento y le dio en exclusiva la
representación de sus productos. El Encanto tenía oficinas de compras en
todo el mundo, además de sus propios diseñadores de moda. María Félix y
John Wayne encargaban ropa a medida y Tyrone Power rodó un anuncio del
almacén.

Todo en El Encanto era moderno: el aire acondicionado perfumado, el
sistema de control y reposición de mercancía, la venta a crédito, su
mecenazgo cultural y, sobre todo, su política de personal. La filosofía
del negocio era implicar al millar de empleados, que recibían los
mejores salarios del gremio, contaban con servicio médico y club social
y podían seguir cursos de ortografía, contabilidad e inglés.

Pepe Solís, Aquilino Entrialgo y Bernardo Solís, los fundadores,
"bajaron a la tumba seguros de que El Encanto, proyectado al futuro,
enlazaría sus nombres perpetuamente a la obra que ellos iniciaron y
engrandecieron", aseguraba un texto de los cincuenta. Sin embargo, el 13
de octubre de 1960, el nuevo gobierno publicó la Ley 890 de
"expropiación forzosa de todas la empresas industriales y comerciales".
Las huestes milicianas tomaron control de El Encanto, que se convirtió
en escenario "de la lucha de clases que en esos años se apreciaba en
toda la sociedad", según la prensa oficial.

El 13 de abril de 1961, exactamente seis meses después de la
expropiación, cerrado ya el establecimiento, un humo denso y unas
llamaradas empezaron a brotar del segundo piso. El fuego se expandió a
toda velocidad. Al amanecer, El Encanto había quedado reducido a
escombros. Entre las cenizas, los bomberos recuperaron los restos de Fe
del Valle, que esa noche hacía su guardia miliciana. Tres días más
tarde, fue detenido Carlos González Vidal, un joven empleado católico
que había apoyado la revolución, pero que repudiaba el rumbo comunista
que estaba tomando. Interrogado por la G-2, confesó haber provocado el
fuego con dos petacas incendiarias, pero sin intención de causar víctimas.

Fidel Castro atribuyó el atentado a la CIA. En realidad, el cerebro de
ése y otros sabotajes no era otro que un ex colaborador suyo, Manuel Ray
Rivero, ministro de la Construcción del primer gobierno revolucionario.
Opuesto a la orientación totalitaria del régimen, Ray Rivero había
fundado el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), en cuya "sección
obrera" se integró González Vidal.

El joven, héroe para algunos, terrorista y mercenario para otros, fue
fusilado el 20 de septiembre de 1961 en la Fortaleza de la Cabaña, donde
cientos de cubanos cayeron ejecutados por el régimen castrista. Sus
últimas palabras, dicen las crónicas, fueron: "¡Viva Cuba Libre! ¡Viva
Cristo Rey!" Y Fe del Valle, heroína para unos, "comunista rabiosa" para
otros, engrosó el panteón de los Mártires de la Revolución y tiene una
estatua en el parque que hoy ocupa el solar de El Encanto.

6. Y Coppelia desplazó

a La Gran Vía

Si El Encanto era "la joya" de La Habana, la dulcería La Gran Vía era el
"legítimo orgullo para la industria cubana", según reza el Libro de
Cuba, una gigantesca enciclopedia ilustrada sobre la vida republicana
publicada en 1953.

Sus fundadores eran también españoles, tres hermanos toledanos que
habían aterrizado con lo puesto en Güines, allá por los años veinte.
Pero quien mejor puede contar la historia es Bartolo Roque, un anciano
enjuto y vivaracho de 78 años cuya vida está unida a La Gran Vía. "Allí
entré chamaquito, con 16, como ayudante de caja. Ellos eran pichones
gallegos. El mayor era José García Moyano. Pedro era el más chico. Y
Valentín, el mediano. Empezaron haciendo dulces de bodega para los
comercios del área campesina. Tenían gran aceptación, porque trabajaban
sabroso. Yo fui a verles. Me recibió Pepe. Dígole: quiero aprender un
oficio. Díceme: Ven pa ca. Empecé fregando latas, y luego me pusieron
con el maestro repostero. Me formé como dulcero en poco tiempo, porque
me gustaba y aprendí rápido".

La fama de los dulces se expande por la isla y en los años cuarenta
deciden dar el salto a La Habana. Allá se instalan en la calle Santos
Suárez. "El negocio marchaba muy bien, así que compraron el solar de
enfrente, toda una manzana, e hicieron un parqueo y una tienda, que
inauguraron en 1952. Éramos 120 trabajadores".

Bartolo saca una carpeta de viejas fotos. Una pastelería reluciente y
luminosa. Las cocinas con los hornos. Cinco elegantes señoritas muy
atareadas recogiendo encargos por teléfono. Flota de camionetas de
reparto, con sus choferes uniformados. Bartolo haciendo un pastel. Y en
otra, 37 operarios y ayudantes, todos con largos delantales y gorros
blancos, posan frente a incontables pasteles de nata. "Hacíamos de todo:
tartaletas de guayaba y queso, pasteles de carne, pero los cakes eran la
gran especialidad. Traían la leche en cántaros, para hacer la nata. La
Habana entera compraba allá." Debe de ser cierto, porque no hay habanero
de cierta edad que no suspire y mire al cielo cuando se menciona La Gran
Vía.

En la siguiente foto, unos dirigentes sindicales hablan a los empleados
desde una tarima. "La pastelería fue intervenida muy pronto –recuerda
Bartolo–. Los hermanos se marcharon en 1959 a Puerto Rico. Muchos
maestros dulceros también se fueron". Bartolo no. Él apoyó la revolución
y siguió trabajando hasta 1984, cuando se alistó en la zafra y un
accidente lo dejó con una mano paralizada y una magra pensión de
invalidez. "Después del accidente, seguí trabajando como voluntario. No
era fácil". Tesonero como es, dio clases en la escuela de dulcería. Y
hoy, ya viudo, acude cada día a la tienda a ayudar en lo que puede.

La Gran Vía conserva su local, a unas cuadras de la casa de Bartolo, con
el mismo rótulo y el cartelito de madera del año de la fundación. Ahí
terminan las similitudes. La otrora rutilante calle Santos Suárez es un
estercolero, con la basura apilada alrededor de contenedores a rebosar.
En el interior, lleno de humo, unos clientes beben cerveza. Los vecinos
compran chucherías, cigarrillos y latas de refrescos. Todo en divisas.

El "Mural de Emulación" destaca a los mejores trabajadores, agrupados
por "brigadas". Las vitrinas refrigeradas han dejado paso a cuatro
mostradores con cakes de intensos colores amontonados en cajas y cuatro
bandejas de pastelillos. "No se hace lo que se debe hacer porque
carecemos de materia prima", dice Bartolo, que culpa de inmediato "al
bloqueo". La animadversión hacia Estados Unidos no se ve matizada por el
hecho de que tres de sus seis hijos se hayan marchado allá, y que le
ayuden a completar su pensión de 240 pesos mensuales (12 dólares). "Mi
mujer fue alguna vez a visitarlos, pero yo no. Yo, como decía el Che, no
quiero ni tantito así con ellos".

Como maestro repostero, en los años cincuenta, Bartolo ganaba 81 pesos
al mes. "¡Y entonces el peso valía más que el dólar, era una moneda
fuerte y reconocida en todo el mundo! –dice sin poder disimular el
orgullo–. Entonces, claro, comprábamos más cosas y vivíamos mejor. Mi
padre era agricultor, ganaba 40 céntimos la jornada y con eso le daba pa
comprar comida pa dos días. Hoy, como todo viene desde China, tiene que
salir más caro. A ver si Obama arregla el bloqueo".

El anciano combina su profesión de fe revolucionaria con destellos de
nostalgia. "Los dueños eran buena gente. Eran los que mejor pagaban de
las dulcerías y se portaban bien con los empleados: te resolvían
problemas, te hacían préstamos". En el Libro de Cuba, los propietarios
de La Gran Vía, quizá por sus propios orígenes, dejan patente su rechazo
a cualquier connotación elitista: "En esta casa no hay preferencias
clasistas. Igual se hace un cake por valor de 1.50 pesos que otro de
500. Todos ellos de la mejor calidad. Lo mismo acuden a la casa los
ricos y gentes de la alta sociedad que personas modestas y de condición
humilde".

Pero como, en la nueva Cuba, sólo el Estado revolucionario podía
contribuir a la felicidad del pueblo, las autoridades se apoderaron de
La Gran Vía y decidieron crear su propio símbolo: la heladería Coppelia.

Al poco tiempo de abrir sus puertas, en junio de 1966, el lugar había
adquirido tal fama que cualquier extranjero de visita en La Habana no
podía obviar una parada para saborear alguno de los veintiséis sabores
en oferta. "Fidel me manda helados Coppelia", alardeaba Hugo Chávez en
enero pasado. Había hecho lo propio con Ho Chi Minh en los años sesenta,
en aras de la solidaridad con Vietnam.

Con su forma de platillo volador, rodeado de jardines, Coppelia ocupa
dos mil metros cuadrados en pleno corazón de La Habana y tiene capacidad
para atender a mil personas a la vez. Fue un encargo de Fidel Castro y
se construyó en apenas seis meses. La "Catedral del Helado", que inspiró
el título de la más famosa película cubana, Fresa y chocolate, es apenas
la sombra de lo que fue. Desde fuera, todo parece igual. Día tras día,
de diez de la mañana a diez de la noche, miles de personas, jóvenes en
su mayoría, esperan su turno durante horas bajo el sol o la lluvia.

"Es que no hay otro lugar en moneda nacional donde sentarse con los
amigos o la novia –dice Miguel–. El helado es pura escarcha (agua
congelada), pero se pasa el tiempo". Nadie se queja cuando los guardias
de seguridad dan la prioridad a los extranjeros. Nos derivan a una parte
más tranquila, un espacio recoleto con una pancarta del Che y media
docena de mesas, casi todas libres. Aquí se paga en divisas. ¿Son los
mismos helados? "Nooo, éste es mucho mejor que el helado nacional y hay
más variedad", nos asegura el dependiente.

Ese día sirven chocolate, avellana, naranja-piña y vainilla. Bastante
mediocres. Y a precios altos: 3 CUC (3.60 dólares) por dos bolas. En el
sector en pesos sólo hay naranja-piña. Cinco bolas cuestan cinco pesos
(0.25 dólares), o sea, veinte veces menos. ¿Cuál es la diferencia entre
los dos productos? "Los helados de moneda nacional –nos explican– vienen
de otra fábrica que se llama Varadero y están hechos con leche en polvo
y saborizantes. Los de divisas son de crema de leche y fruta".

Colas y escarcha insípida para los cubanos; prioridad y helado cremoso
para la "élite" con divisas. ¿Dónde quedó la "igualdad" que justificó la
construcción de Coppelia? Joseluisito lo explica mejor que nadie en un
blog en que los jóvenes manifiestan su solidaridad con Gorki Águila, el
roquero encarcelado en dos ocasiones por ridiculizar al hasta ahora
intocable "Coma Andante". "Coppelia –escribe Joseluisito– es el símbolo
perfecto de la dictadura socialista. La colectivización, la
rebañización, todos al mismo lugar para comer los helados, pobres, mal
hechos, con cucharas socialistas, con silencio castrista, todos
obligados a sentarse en las mesas que no puedes escoger, todos haciendo
colas, todos discriminados, cubanos de un lado, extranjeros del otro. Yo
quería sentarme donde me daba la gana, harto de esas colas
interminables, quería poder sentarme en cualquier café sin que nadie me
dijera dónde, libre. Esa enorme heladería colectivista me da asco".

7. Pantomima

revolucionaria

30 de diciembre de 1958. Vísperas de la toma de La Habana por los
revolucionarios. El Diario de la Marina anuncia: "Aumentan las
exportaciones de frutas y vegetales a Estados Unidos. [...] También se
han reportado grandes embarques de dulces y confituras [...], de carnes
y pescados".

31 de mayo de 2007, año 49 de la revolución. El órgano oficial Granma
informa: "Empresarios estadounidenses concertaron la venta a Cuba de
318,000 toneladas de alimentos y otros productos agrícolas [...]. El 95
por ciento de esas importaciones tiene como destino la canasta básica de
la población".

Noviembre de 2008, año 50 de la revolución. Lisette, militante
revolucionaria de toda la vida, se lamenta: "Boniato, boniato y boniato.
No hay más que boniato. No hay yuca, la fruta bomba (papaya) está
amarilla; la piña, ácida. Los tomates, verdes. Las zanahorias, negras.
No hay lechuga. Hoy sólo he encontrado acelga".

Lisette está avinagrada porque no encuentra lo que quiere en el mercado
de la calle 14. El desabastecimiento es generalizado y, para "resolver"
la comida de cada día, hay que recurrir a la "bolsa negra", a precios
mucho más altos. El mercado de la calle 19, el mejor, ofrece un poco más
de variedad: un puesto de berenjenas de aspecto muy cansado, otro de
berros y otro con tres manojitos de espinacas. La culpa, esta vez, la
tienen los huracanes. En el agromercado de la calle 17 con k, en la
parte más noble del antiguo barrio burgués del Vedado, el espectáculo es
desolador. Boniatos, otra vez. Minúsculas cabezas de ajo a un peso cada
una. Pepinos marchitos.

El único mercado bien surtido lo hemos encontrado en la calle Cuba,
delante de la iglesia de Belén. Tiene puestos de jamones y salchichones,
lomos de res, quesos, estupendos tomates rojos que no se ven en ningún
otro lado, plátanos, cocos... Es un atrezo, todo de plástico. Estamos en
pleno rodaje de una coproducción hispanocubana sobre la juventud de José
Martí. "Se va a llamar El ojo del canario", explica un extra vestido con
harapos, acodado en una esquina.

El gran país agrícola que siempre fue Cuba producía en 1958 casi el 80
por ciento de los alimentos que consumía la población y era el principal
proveedor de hortalizas y tubérculos para Estados Unidos. Hoy es al
revés: la isla importa más del 80 por ciento de la canasta básica de sus
habitantes, sometidos además a una dieta austera y desabrida. La
revolución ha destruido el campo y no ha desarrollado la industria. Cuba
vive –muy mal– del turismo, de las exportaciones de níquel, de las
remesas de los exiliados y de los subsidios, soviéticos hasta 1991 y
venezolanos desde 1999, que compensan el enorme déficit de la balanza
comercial.

Ante las pruebas fehacientes de su fracaso en todos los sectores, el
régimen se ha dedicado a crear una Cuba virtual, de presente heroico y
pasado miserable. Todos los medios de comunicación, el cine, los libros,
las escuelas y las universidades, los centros de investigación
científica y los museos son instrumentos de propaganda de la llamada
"batalla de ideas", que consiste en fabricar "los logros" de la
revolución. Las "dificultades", el eufemismo para hablar del hundimiento
de la economía, las achacan todas al "bloqueo criminal y genocida
impuesto por Estados Unidos a Cuba". ¿Cómo justificar entonces que "el
imperio" sea desde 2003 el principal proveedor de productos alimenticios
de la isla, con ventas de seiscientos millones de dólares al año? A los
cubanos de a pie no hay que explicarles nada. Saben que el embargo
comercial, decretado por Washington en 1962 en el contexto de la Guerra
Fría, ha perdido gran parte de su vigencia y que La Habana lo utiliza
como cortina de humo para desviar hacia otros la responsabilidad del
naufragio.

Los subterfugios estadísticos y el valor ficticio de la moneda nacional
han ocultado la realidad durante décadas, pero ya nadie se cree los
datos oficiales, cuando los hay. El desastre es demasiado obvio. Los
indicadores socioeconómicos que ilustran el hundimiento del país están a
mano en las páginas web de las organizaciones internacionales y de los
centros especializados. Baste señalar que en los años cincuenta, con
seis millones de habitantes, Cuba era la tercera potencia económica de
América Latina, después de Venezuela y Uruguay, y la trigésima en el
mundo. Hoy, la economía cubana es la penúltima del continente, sólo por
delante de Haití, y la número 140 en la clasificación internacional.

Un repaso de la prensa de antes de la revolución –había cerca de cien
publicaciones en el país, incluyendo unos veinte diarios en La Habana,
en español, chino e inglés– da una idea de la prosperidad económica en
esa época, más allá de los tradicionales clichés sobre la mafia y la
prostitución. La sección de "clasificados" del Diario de la Marina –unas
diez páginas cada día– es particularmente ilustrativa, tanto en
"Alquiler de casas", como en "Venta de automóviles" o "Empleos".

"Se ofrece matrimonio español sin hijos, juntos o separados, ella para
cuartos, sabe lavar y planchar, ropa fina, y él para el comedor. Buenas
referencias". Anuncios como éste, publicado el 12 de diciembre de 1958,
aparecían todos los días en "el periódico más antiguo de habla
castellana", fundado en 1832 y expropiado en 1960 (no le sirvió de mucho
ponerse "a la orden de la revolución y de su líder máximo").

Los inmigrantes españoles competían por los empleos domésticos con la
población negra. Coincidían en la misma página las ofertas de trabajo
para una "cocinera color", una "muchacha parda" o una "manejadora
española experiencia cuidar bebitos".

En la primera mitad del siglo XX Cuba fue un imán de trabajadores
españoles. En 1958 el ingreso por habitante en la isla duplicaba al de
la antigua metrópoli. Había desigualdad y mucha miseria en el campo, es
cierto, pero también "una gran movilidad social, y el país progresaba
económicamente a pesar de los políticos y de la dictadura", recuerda el
editor Pío Serrano, que apoyó la revolución antes de exiliarse a Madrid
en 1974.

A partir de 1959 el nuevo régimen decreta la igualdad y acaba con la
economía. Cuba se derrumba, mientras España entra en el círculo virtuoso
del progreso: el ingreso por habitante alcanza rápidamente al de la
antigua colonia y actualmente lo supera siete veces (27,000 dólares
frente a 4,000).

Si el 25 de marzo de 1952 los diarios cubanos informaban que España
había "suprimido el racionamiento de pan", en Cuba el racionamiento es
hoy la regla. No hay prensa que no sea oficialista, no hay anuncios
clasificados, no hay ofertas de trabajo. En cambio, hay más de sesenta
mil médicos, la mitad de ellos en "misiones internacionalistas". Cuba
"vende" sus médicos a cambio de petróleo venezolano y no tiene medicinas
ni ambulancias para su propia población, pese a lo cual mantiene vivo el
mito de la superioridad de la revolución en materia de salud.

Desde que Carlos Finlay descubriera, a finales del siglo XIX, el modo de
transmisión de la fiebre amarilla, Cuba siempre ha sido una potencia
médica en América Latina. En 1952 la isla ya tenía la tasa de mortalidad
infantil más baja de todo el continente y también la esperanza de vida
más alta. Había 37 hospitales generales en todo el territorio, y en 1954
fue inaugurado en Topes de Collantes (sierra del Escambray) un centro
ultramoderno para tuberculosis que ayudó a acabar con la enfermedad y
que, como tantas otras cosas en Cuba, está hoy abandonado.

"Esta revolución ha llevado al país cincuenta años atrás –comentaba una
vecina de Santos Suárez–. Han logrado tres cosas: destruir todo lo que
había construido el capitalismo, romper las familias y acabar con el
cubano, que ahora vive de la trampa y el engaño".

Todas las revoluciones destruyen para construir un orden nuevo. Los
dirigentes cubanos, escribió el arquitecto comunista italiano Roberto
Segre, se propusieron "borrar las imágenes formales de la sociedad
anterior [...], destruir los símbolos existentes de la estratificación
social" y "manifestar visiblemente la capacidad creadora implícita en el
pueblo en acción".

El problema es que olvidaron la segunda parte. Si el éxito de una
revolución se determina por lo que construye sobre las cenizas del
anterior régimen, la cubana es un fracaso lamentable. Su "capacidad
creadora" se ha circunscrito a los bloques prefabricados soviéticos o
las viviendas chapuceras de las "microbrigadas" de voluntarios, los
hoteles de lujo para turistas, un gigantesco mausoleo para el Che, "el
primer monumento a Lenin en América" y muchas cárceles. Donde antes
había centrales azucareras, fábricas, empresas, tiendas o cines, hoy
sólo quedan vestigios, testigos mudos de la pujanza creativa del pasado
y del empeño destructivo de un caudillo megalómano que ha dedicado su
vida a "la construcción de ruinas", según el luminoso oxímoron acuñado
por el escritor cubano Antonio José Ponte en su libro La fiesta vigilada
(2007).

La Habana se llevó la peor parte. La revolución se ensañó con ella
porque representaba todo lo que odiaban. La Habana efervescente de las
mil tertulias literarias, abierta a la cultura y a la inteligencia, que
recibía a Einstein, a la Pavlova o a María Guerrero; la capital mundial
del ajedrez de la mano de Capablanca, la capital de la arquitectura que
atrajo a Mies van der Rohe, Franco Albini o Walter Gropius... Aquella
ciudad innovadora es hoy un fantasma gris. La revolución intenta ahora
devolverle un poco del esplendor de antaño convirtiendo a La Habana
Vieja en un decorado de cartón piedra para el turista.

"Esto no tiene arreglo", se lamentan los cubanos. La expectación por las
reformas anunciadas por Raúl Castro al sustituir a su hermano se ha
diluido ante la evidencia. "Fidel sigue mandando y todo está
paralizado", reconoce Gustavo, cuyas simpatías por el régimen no le han
borrado el pragmatismo. Todos, castristas y anticastristas, confían en
que ocurra algo, pero medio siglo de represión y castración política han
hecho del cubano un pueblo apático. "Lo mejor –dicen– es no coger lucha,
porque esto se va a caer por su propio peso". Y expresan su hartazgo a
través de una permanente huelga de brazos caídos, escribiendo un blog o
huyendo en una balsa.

Mientras, siguen esperando el regreso de los Reyes Magos, tal y como lo
había anunciado en la prensa cubana la juguetería de los Almacenes
Ultra: "Imposibilitados de llegar a todos los hogares en su fecha
tradicional, con motivo de la situación nacional que ha devuelto la
libertad a Cuba, los Reyes Magos prometen su visita el sábado 10 por la
noche". Fue el 8 de enero de 1959, y aún no han vuelto.

http://www.laprensa.com.ni/archivo/2009/febrero/01/suplementos/domingo/309522.shtml

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