Publicado el sábado, 03.29.14
CARLOS ALBERTO MONTANER; Adolfo Suárez y Cuba
En 1990 le pedí ayuda a Adolfo Suárez. Entonces yo tenía una figuración 
política de la que eventualmente me aparté. Suponía que el ex presidente 
podía serle útil a la democratización de Cuba y era una persona 
generosa. En España se había agotado su caudal político, pero tenía un 
inmenso prestigio internacional por la proeza de haber encabezado 
exitosamente la trasformación pacífica de su país en apenas 4 años.
El Muro de Berlín había sido derribado poco antes por una muchedumbre 
indignada que exigía libertades, las dictaduras comunistas europeas 
colapsaban una tras otra, mientras el marxismo quedaba relegado a la 
ridícula categoría de polvoriento disparate teórico, minuciosamente 
desmentido por los criminales resultados del socialismo real.
Suárez, por otra parte, presidía la Internacional Liberal, una de las 
grandes federaciones ideológicas mundiales, organización que agrupaba 
unos 80 partidos de esa familia política, incluida la Unión Liberal 
Cubana que habíamos fundado. Llegué a su despacho de la mano del 
profesor Raúl Morodo, su estratega y gran gestor político dentro de la 
Internacional Liberal. Morodo había sido extremadamente solidario con 
los demócratas cubanos.
En el verano del 90, los liberales, junto a otros exiliados vinculados a 
la democracia cristiana y a la socialdemocracia, forjamos en Madrid la 
Plataforma Democrática Cubana. Elegimos a España, con la ayuda de 
instituciones esencialmente europeas, como las Internacionales, 
precisamente para alejarnos del reñidero entre La Habana y Washington. 
Intentábamos iniciar en Cuba una transición política hacia la libertad y 
la democracia, sin venganzas ni revanchismos, como la que España había 
vivido bajo la extraordinaria gestión de Suárez.
Pensábamos, seguramente con un ingenuo exceso de racionalidad, que Fidel 
Castro admitiría la inutilidad de sostener una fracasada dictadura 
colectivista de partido único contra el sentido de la historia, y 
buscaría una manera de enterrar pacíficamente su sangriento experimento, 
creando las condiciones para que sus partidarios evolucionaran hacia 
otras formas de militancia, como había ocurrido en el llamado Bloque del 
Este.
El sentido común nos indicaba que Castro y su entorno debían sentirse 
más seguros si el desmantelamiento de la tiranía se hacía en una mesa 
garantizada por un abanico de grandes formaciones políticas democráticas 
de todo el mundo. El procedimiento sería similar al de España: ir "de la 
ley a la ley". Cambiar las normas del partido único, soltar a los presos 
políticos, respetar el derecho a la libre expresión del pensamiento y 
ampliar los márgenes de participación electoral para que los cubanos, 
como habían hecho los españoles con el franquismo, enterraran el 
comunismo en una urna democrática. ¿Qué mejor garantía de una operación 
de esa naturaleza –le dije a Suárez— si el árbitro o el gran asesor es 
quien había construido la transición española?
Si existía un mínimo interés por parte de Castro en buscarle una salida 
airosa a la dictadura, en 90 días podíamos aterrizar en La Habana junto 
a un centenar de líderes políticos y económicos del mundo libre, con la 
promesa de una cuantiosa ayuda europea y norteamericana para que la 
transformación del país fuera rápida e indolora. No faltarían recursos, 
ilusiones y experiencia. Le llamábamos "el shock de la esperanza".
Suárez nos escuchó con mucho interés y nos ofreció su respaldo, pero se 
mostró escéptico en cuanto al resultado final de las gestiones. A 
Castro, nos aclaró, le agradecía que hubiera admitido a algunos etarras 
que él quería alejar de España. Aunque simpatizaba con nuestras ideas, 
su intención no era servir a la oposición o al poder, sino darles una 
mano a todos los cubanos para que superaran este largo paréntesis 
fallido que había sido la dictadura comunista.
Suárez y Morodo, finalmente, fueron a La Habana y hablaron con Fidel, 
pero se encontraron con un sujeto indiferente a la realidad que ante 
todos los auditorios repetía como un mantra dos colosales barbaridades. 
La primera, que "Cuba se hundiría en el mar antes que abandonar el 
marxismo-leninismo". La segunda, que la Isla se quedaría como una 
especie de vivero, de Parque Jurásico marxista-leninista. Cuando la 
humanidad recobrara la razón y volviera a las esencias comunistas, 
contaría con un modelo práctico para organizar sociedades de acuerdo con 
la experiencia cubana.
Casi un cuarto de siglo después de esos hechos, Fidel es un anciano 
alocado que le dejó un país destrozado a su hermano Raúl. El heredero, 
fiel al legado, intenta inútilmente crear un híbrido e imposible sistema 
totalitario que exhibe lo peor de ambos mundos: un socialismo sin 
subsidios y un capitalismo en el que se prohíbe y persigue el 
crecimiento y la acumulación de capital.
Si Fidel no hubiera sido un tipo dogmático, terco e inflexible, y si le 
hubiese hecho caso a Suárez, Cuba habría realizado su transición a 
tiempo y hoy estuviera a la cabeza de América Latina. Había capital 
humano y económico para logarlo. Hemos perdido, criminalmente, otros 25 
años.
©FIRMAS PRESS
Escritor y periodista. Su último libro es la novela Otra vez adiós.
Source: CARLOS ALBERTO MONTANER; Adolfo Suárez y Cuba - Carlos Alberto 
Montaner - ElNuevoHerald.com - 
http://www.elnuevoherald.com/2014/03/29/1713898/carlos-alberto-montaner-adolfo.html
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