Revolución cubana, crítica latinoamericana y academia norteamericana
Duanel Díaz Infante | Lewisburg | 28 Abr 2013 - 10:26 am.
Mucha crítica académica de izquierdas ha dejado de insistir en la ejemplaridad de la Revolución Cubana, aunque no acaba de reconocerla como dictadura.
Entre los muchos visitantes extranjeros que pasaron por la Escuela Vocacional Lenin en La Habana de los años ochenta estaba Fredric Jameson. En uno de sus ensayos más conocidos, "Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism" (1986), Jameson apela a esa experiencia cubana para ilustrar la tesis de que el escritor en el Tercer Mundo es "siempre, de un modo u otro, un intelectual político". Confiesa que nunca sintió más extrañeza sobre la inexistencia del intelectual público en Estados Unidos, que durante un reciente viaje a Cuba, en el que tuvo ocasión de visitar una "extraordinaria escuela preparatoria en las afueras de La Habana".
Para vergüenza suya, vio cómo en ese contexto socialista y tercermundista los jóvenes cubanos estudiaban "los poemas de Homero, el Infierno de Dante, los clásicos del teatro español, las grandes novelas realistas del siglo XIX, y finalmente las novelas revolucionarias contemporáneas cubanas". Según Jameson, en la Isla se estudia, además, el papel del intelectual, "el intelectual cultural que es también un militante político, el intelectual que produce tanto poesía como praxis". Ho Chi Minh y Agostinho Neto, apunta el crítico, antes de añadir otros insignes ejemplos: Neruda, Sartre, Brecht, Du Bois…
Jameson propone que en Estados Unidos también se estudie el papel del intelectual, pero sobre el probado antintelectualismo del régimen cubano nada dice. Irónicamente, la creación de la Lenin, escuela que fungió por dos décadas como vitrina de la educación socialista, fue en alguna medida consecuencia del cierre de otro instituto que sí ofrecía un currículo humanístico parecido al que describe Jameson. Esa otra escuela, el instituto preuniversitario especial Raúl Cepero Bonilla, fue clausurada en 1971, cuando el dogmatismo marxista-leninista se apoderó de la educación y la cultura cubanas. Unos años después, el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas) V.I. Lenin era inaugurado por Brezhnev, como parte de una campaña de promoción de la cultura científico-técnica en absoluta consonancia con los nuevos tiempos de "amistad cubano-soviética".
No cabría, desde luego, reprochar a Jameson su desconocimiento de estos hechos, si no fuera por su fervorosa defensa de la política educativa y cultural del castrismo, que no se limitó a aquel ensayo de 1986. Para el gran crítico norteamericano el mejor exponente de una literatura crítica en Cuba es Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, cuya edición en inglés prologó generosamente en 2006. Allí afirma Jameson que la "crítica de la burocracia es una de las vocaciones centrales y características distintivas de la literatura socialista", cuya función no ha de ser salvaguardar las instituciones existentes, sino participar en el gran proceso colectivo de transformación social mediante la crítica de prácticas y actitudes presentes tanto en la administración como en la vida cotidiana. Y una de las cosas a criticar es ese "serio error político" que fue la prisión de Padilla.
El caso Padilla, mencionado en el prólogo a la novela de Jesús Díaz, y la cuestión de los intelectuales, central en el ensayo de 1986, son desde luego la misma cosa, pero Jameson evita entrar en esa historia de sombras: prefiere ver lo de Padilla como un error, y quedarse con lo luminoso, recordarle a su público norteamericano los estudiantes cubanos discutiendo animadamente sobre la función de los intelectuales.
En otro prólogo a un autor cubano, esta vez una antología en inglés de Roberto Fernández Retamar (Caliban and Other Essays, 1989), Jameson elogió "Calibán" sin advertir siquiera la consecuencia entre ese sobrevalorado ensayo y el caso Padilla. En su opinión, se trata del "equivalente latinoamericano de Orientalismo, de Said".[i]
En el contexto norteamericano, donde el intelectual es prácticamente "una especie extinta", la libertad de decirlo todo estaría garantizada a condición de permanecer dentro de esa suerte de gueto que es la academia, donde las teorías más radicales son producidas y consumidas sin que puedan incidir sobre el mundo exterior. Y es esta incidencia lo que a los ojos de Jameson existe en Cuba, haciendo de la Isla un espacio no ya de "teoría", sino más bien de praxis.
Acá, la ansiada superación de la filosofía burguesa habría comenzado, en tanto no se trata tanto de pensar el mundo como de transformarlo, realizando así la filosofía. Pero esta idea clásicamente marxista se confunde en el discurso de Jameson con otra de raigambre más bien conservadora: en Cuba, como en otros países del Tercer Mundo, no se ha producido la escisión de lo público y lo privado, la conciencia nacional y la psicología individual, que caracteriza a la cultura capitalista de Europa y Norteamérica, afirma el crítico[ii], y no es difícil percibir en semejante elogio del subdesarrollo esa noción fundamental de la historia intelectual del novecientos que es la decadencia de Occidente.
Acaso sin advertirlo, Jameson reproduce un señalamiento de otro gran profesor norteamericano, el sociólogo C.Wright Mills. Según cuenta Carlos Fuentes, en una visita a México este confesaba que "la suerte del escritor en ciertos países de América Latina le parecía envidiable". "Cuando la respuesta a la palabra —decía entonces Mills— es la prisión y quizás la muerte, esto quiere decir que lo dicho y lo escrito cuentan" (La nueva novela hispanoamericana). En Estados Unidos, en cambio, el escritor disidente corría el peligro de terminar convertido en estrella de televisión. Esas palabras habían sido dichas, aclara Fuentes, poco antes del decisivo encuentro de Mills con Cuba, que le granjearía la persecución de las autoridades de su país y marcaría el comienzo de una nueva disidencia intelectual en Estados Unidos, agudizada a fines de los sesenta en los movimientos por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam.
Revolución, radicalismos, realismo mágico
Que la Revolución Cubana inspiró no poco aquellos variados radicalismos es bien conocido. Baste recordar que en la conferencia de OLAS celebrada en La Habana en agosto de 1967, Stokely Carmichael declaró que los afroamericanos compartían la lucha común contra "White Western imperialist society" (John Gerassi, "Havana: A New International is Born"). Cuba se había convertido en capital de una "nueva Internacional", la de los "condenados de la tierra", que incluía también a los negros norteamericanos. Si décadas atrás la Gran Guerra había contribuido decisivamente a extender la creencia en la decadencia de Occidente, ahora las revoluciones de China, Argelia y Cuba venían a ser el golpe de gracia: "Europa hace aguas por todas partes", proclamaba Sartre en su incendiario prólogo al libro de Fanon.
En ese contexto marcado por los movimientos de liberación nacional y la crisis del papel revolucionario de la clase obrera en los países desarrollados, se produce una especie de aggiornamento del marxismo; la afirmación de la necesidad histórica de una revolución proletaria que comportaría una superación dialéctica de la sociedad burguesa es desplazada por nociones más o menos reaccionarias: regreso a la pureza del "país natal", anticapitalismo romántico, culto de la violencia… No poco de la fascinación de la guerrilla latinoamericana entre la izquierda radical de la época procede justo de ese hontanar: reléase, por ejemplo, el "Prólogo político" (1966) a la segunda edición de Eros y civilización, donde Marcuse celebra la lucha guerrillera como una rebelión de la potencia vital del cuerpo humano, frente a la creciente tecnificación de la modernidad burguesa.
En el mundo cada vez más desencantado del capitalismo tardío, ¿cómo no iba a triunfar el realismo mágico con su retrato de un continente prodigioso, donde se desafiaba tanto la ley de la gravedad como la férrea linealidad del tiempo europeo? La "nueva narrativa latinoamericana" contribuía decisivamente, mientras tanto, al desplazamiento de la centralidad de la literatura española por la literatura latinoamericana en los departamentos de Estudios Hispánicos y de Lenguas Romances, al tiempo que surgían los programas de estudios latinoamericanos, en parte como un intento de contrarrestar la creciente influencia del castrismo en América Latina. Mucho se ha escrito sobre la relación entre el Boom y la Revolución Cubana, pero la impronta de lo que David Viñas llama el "momento caliente de la Revolución"[iii] sobre la crítica literaria latinoamericana, y en particular la escrita desde la academia norteamericana, está por estudiarse en detalle.
La hoguera revolucionaria no se refractó sólo en la narrativa, sino también en la crítica y el ensayo: piénsese en Literatura argentina y realidad política, del propio Viñas, donde las letras argentinas, desde Sarmiento a Cortázar, son comprendidas como expresión de una burguesía nacional que ha entrado en estado comatoso, o en Lima la horrible, de Sebastián Salazar Bondy, formidable crítica de la idealización de la época colonial por la oligarquía peruana. Aun cuando, evidentemente, estos ensayos responden a tradiciones nacionales diversas, es indudable que comparten un cierto momentum procedente de la Revolución Cubana, no solo en su contenido desmitificador sino también en la retórica combativa, casi panfletaria.
La idea según la cual "El sistema burgués se viene abajo", primera frase del prólogo del libro de Viñas, es desde luego muy anterior a 1959, pero la radicalización socialista de la revolución había venido a darle cuerpo, ofreciendo la certeza, al cabo desmentida por la historia, de una inevitable transformación continental.[iv] En palabras de Salazar Bondy, "en Cuba ha comenzado nuestra revolución. Sé que, suceda lo que sucediere, esa verdad, a la postre, se impondrá, y Cuba, y América Latina, y el Perú amado, vencerán" (Cuba, nuestra revolución, 1962).
Curiosamente, libros como los de Viñas y Salazar Bondy no tuvieron parangón en la Cuba de los sesenta; los mejores críticos de la llamada "primera generación de la Revolución" (Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, Graziella Pogolotti, Rine Leal) no produjeron obras así de redondas, de contundentes. El mejor estudio sobre la literatura cubana de la década fue escrito por un extranjero, el peruano Julio Ortega. Relato de la utopía (1973) reúne ensayos y notas sobre muchas de las obras canónicas de la narrativa de los sesenta; ahí están los que hacen parte de lo que Fornet llamó "la narrativa de la Revolución" (Los años duros, Condenados de Condado), pero también los que la crítica cubana contemporánea de la publicación del libro de Ortega anatematizó como decadentes y burguesas: Paradiso, De donde son los cantantes y Tres tristes tigres.
A tono con las lecturas nacionalistas o americanistas de la Revolución —como la de Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo— que tendían, contra el peligro de la sovietización, a destacar su autoctonía, Ortega afirma que existe un "componente utópico en la historia cubana"; es ese componente, presente en las obras de Martí y de Lezama, el que se manifiesta de algún modo en esas obras literarias: "lo que hace única a la literatura cubana de la década última es su apasionante vida de una historia animada por el esplendor utópico".
Como bien aclara el crítico peruano, se trata aquí de utopía no en el sentido clásico, racionalista, sino en el sentido moderno, "poético"; una utopía que necesariamente es recuperada en la realidad histórica, y sería esa tensión entre "el desencanto crítico ante la historicidad" y el "encantamiento idealista ante la utopía" lo que anima toda esa rica literatura.
La imposición del realismo socialista en los setenta, desde esta perspectiva, vendría a apagar ese fuego utópico, sofocando toda tensión a favor de la historia. De esta otra literatura surgida del Congreso Nacional de Educación y Cultura (Cofiño, la "novela policial revolucionaria"), didascálica y anodina hasta la saciedad, nada tiene que decir Julio Ortega.[v] En Relato de la utopía, la clausura del debate intelectual en Cuba hacia fines de los sesenta no es vivida como un drama, en tanto el desencuentro entre imaginación utópica e historia real se percibe en cierto modo como inevitable, inscrito, por así decir, en la naturaleza misma de las cosas.
Muy distinta fue la reacción de aquellos otros críticos que, en los años felices de la Casa de las Américas, habían esgrimido a Cuba como un precioso ejemplo de que la sociedad socialista no era necesariamente represiva de la creatividad artística y la crítica intelectual. Para Ángel Rama, el más notable de todos ellos, el caso Padilla constituyó una dolorosa crisis de consciencia.
Me duele —anotaba Rama en su diario— que los escritores que siguieron diciéndose públicamente amigos de Cuba, hayan callado sobre todo esto. Me duele que desde mi alejamiento en el 71 con el desastrado caso Padilla […] no haya hablado públicamente de esto y haya preferido el silencio. No lo he guardado nunca en el caso de la Unión Soviética e incluso he escrito desde siempre a favor de los disidentes (desde el juicio a Siniavski allá por los sesenta) pero en el caso de Cuba era más complicado todo. La revolución en las puertas del imperio tenía un heroísmo y una verdad, había luchado a favor de tantas cosas por las que creo en nuestra América Latina, que parecía injusto hablar del error en que se había entrado. (Diario 1974-1983)
En un ensayo sobre los relatos de Norberto Fuentes ("Norberto Fuentes: el narrador en la tormenta revolucionaria") escrito a raíz del caso Padilla, Rama insiste en su apuesta por una narrativa arriesgada, fundamentalmente crítica, cercana a la idea de Sartre de la literatura como "subjetividad de una sociedad en revolución permanente", o a la de Gramsci sobre el necesario desencuentro entre el escritor y el político. Ello comportaba, desde luego, un cuestionamiento más o menos explícito de lo que con el tiempo se conocería como pavonato, pero este trabajo de Rama no se publicó hasta más de una década después, en el volumen Literatura y clase social (1983). En su extenso artículo de Marcha, donde la cuestión de la nueva política cultural se planteaba de manera directa, el crítico uruguayo se resistía a condenar el socialismo cubano. A diferencia de Vargas Llosa, cuya ruptura con el régimen castrista acentuaría en adelante su reafirmación de la función eminentemente crítica de la intelligentsia, Rama, más que fracaso del sistema cubano, hablaba del fracaso de los intelectuales:
Querría agregar algunas reflexiones sobre un problema que debe abordarse con toda honradez. No faltarán ahora quienes vengan afirmando que el socialismo es sinónimo de regimentación, que fatalmente concluye en la liquidación de la creatividad y que nos condena a una grisura democrática, funcionarial. La madre, en el drama de Wesker, decía que cuando saltaba la instalación eléctrica ella descreía del electricista y no de la electricidad, pero además es cuestión de preguntarse si este fracaso de los intelectuales para encontrar nuevas fórmulas es consecuencia de que no hay ninguna otra que la ya probada en otros países socialistas, o de que el desarrollo creciente del socialismo todavía no ha podido alcanzar la acumulación que le permita sortear indemne estos períodos o, por último, que ellos, los intelectuales, no fueron capaces de esa invención a que los llamaba el Che Guevara en su famoso texto, como lamentándose de no poder él acometer también ese campo del nuevo mundo, de la nueva sociedad, con ánimo templado y audacia creativa. ("Una nueva política cultural en Cuba", Cuadernos de Marcha, mayo 1971)
Este dilema en que se vio abocada la izquierda latinoamericana tras el fracaso de lo que K.S. Karol llamó la "herejía cubana" es resuelto por el crítico norteamericano John Beverley, mediante una especie de fuite en avant: no se trata ya de aquellas polémicas sobre la literatura revolucionaria, si debía ser vanguardista o realista, reivindicar la "libertad abstracta" de la cultura burguesa o la "libertad concreta" de la nueva ligazón al proletariado, para decirlo en palabras de Lenin, sino de que toda literatura es burguesa. De la dicotomía gramsciana entre "intelectuales tradicionales" e "intelectuales orgánicos", sino de una crítica a fondo de la clase intelectual y de su función histórica en las sociedades latinoamericanas. Desde una posición tan radical, la opción entre Condenados de Condado y La última mujer y el próximo combate, entre Fuera de juego y Calibán, pierde sentido.
La Revolución cubana no habría logrado trascender la ideología burguesa y el tipo de autoridad literaria asociada a la misma, y es justo desde esa premisa que Beverley critica el proyecto crítico de Rama en uno de los capítulos fundamentales de Subalternity and Representation (1999) A la "transculturación literaria", que entrañaría la cooptación de los sujetos subalternos, el crítico norteamericano opone el testimonio de Rigoberta Menchú, donde el subalterno habla por sí mismo, más allá de todo saber letrado. La polémica con Rama está, entonces, claramente relacionada con el reconocimiento de ese "impasse de la revolución cubana" que subyace a la constitución del grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos en los noventa. Sería Rama, más que el propio Fernández Retamar, el gran crítico literario de la Revolución Cubana, en tanto refleja insuperablemente el límite de un proyecto político que, a pesar de las buenas intenciones, no alcanza a superar la representación literaria e intelectual.
Me parece que la crítica de Beverley a Rama refleja, además, una inflexión en la forma de hacer crítica, en la proyección misma del discurso: Rama, probablemente el crítico latinoamericano más importante de las últimas décadas, es un eslabón entre la gran tradición crítica latinoamericana, muy ligada a la esfera pública, y la crítica académica localizada en publicaciones especializadas. Si aquel magisterio de los intelectuales públicos en periódicos y revistas de alcance nacional e incluso continental es inseparable del oscurecimiento de la historia de los sujetos subalternos, no tiene caso resistir la especialización de la labor crítica, o cuestionar la posición académica del discurso. Desmitificadas las ilusiones humanistas, la crítica se hace cada vez más sofisticada, abstrusa incluso. El vínculo con la tradición ensayística latinoamericana, en la que aun Rama se inscribe, se ha roto definitivamente. Reina la "teoría".
La cabeza de Medusa
Como la serie literaria de que hablaba Tynianov, la de la crítica tiene una dinámica interna: ciertos temas se agotan, y sobreviene la renovación. Tras el boom del subalterno y la celebración del testimonio, toca el turno a una reivindicación de la literatura. No ya en el sentido "burgués" de la autonomía del arte, al modo de aquellos críticos que Beverley llama "neoarielistas", sino desde la izquierda radical, de inspiración marxista y postestructuralista, predominante en la academia norteamericana. Esta empresa es acometida por Idelber Avelar en su influyente libro The Untimely Present. Postdictatorial Fiction and the Task of Mourning (1999).
Aquí el punto de partida es una sofisticada crítica del Boom, que Avelar comprende como una suerte de reconciliación imaginaria entre "fábulas de identidad" y "teleologías de modernización", compensatoria no solo del subdesarrollo sino sobre todo de la pérdida del carácter aurático de la literatura, consecuencia del mercado editorial y la profesionalización del escritor. A aquella novelística de los sesenta el crítico brasileño opone no ya la "verdad" del testimonio, como Beverley, sino lo "intempestivo" de las ficciones de posdictadura (Ricardo Piglia, Diamela Eltit, Silvano Santiago, Tununa Mercado), una literatura de carácter alegórico —en sentido benjaminiano— que acomete ese "trabajo de duelo" tan necesario en tiempos de derrota de la esperanza revolucionaria y obscena apoteosis del mercado.
Desde esta perspectiva, el fin del Boom vendría siendo el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, que da comienzo a la imposición violenta del neoliberalismo en el continente. De aquella otra hipótesis según la cual el final sería 1971, con el caso Padilla y la división de la izquierda latinoamericana, poco dice Avelar. Más allá de una simple mención[vi], en el capítulo dedicado al Boom ("Modernization and Mourning in the Spanish American Boom") se echa de menos una discusión con aquella crítica que había señalado la correlación entre ese fenómeno literario y la Revolución Cubana.
En el siguiente capítulo, sobre la cultura latinoamericana bajo la dictadura, ocurre otro tanto; a pesar de su relevancia para los temas discutidos, la Revolución Cubana brilla por su ausencia. Avelar comprende las dictaduras de derecha como el triunfo de la violencia contrarrevolucionaria apoyada por Estados Unidos sobre unas fuerzas revolucionarias que no llegaron al poder, sin considerar ese otro factor fundamental que en aquel complicado campo de fuerzas fue la influencia del castrismo en América Latina. Cuba, foco fundamental de la insurgencia de los sesenta, queda fuera de foco en la ambiciosa interpretación de la historia y la cultura recientes de América Latina que ofrece The Untimely Present.
Me parece que esta ceguera es sintomática de cierta posición contemporánea de la crítica académica de izquierdas; no se insiste ya, como Jameson, en la ejemplaridad de la Revolución Cubana, pero tampoco se acaba de reconocer su resultado dictatorial, cada vez más fehaciente. A lo largo de todo este libro, para nosotros revelador no tanto por lo que dice sobre la Revolución como por lo que no dice, el autor habla de las "dictaduras hispanoamericanas" refiriéndose solo a las dictaduras militares, aquellas que realizaron esa transición del Estado al mercado que las posteriores transiciones a la democracia no habrían modificado sustancialmente. Avelar señala que estas dictaduras, a diferencia de los regímenes fascistas, no dependieron de las movilizaciones de masas, sin advertir que ese rasgo sí caracteriza en gran medida al régimen castrista.
La cuestión de cómo la revolución que inspiró a toda una generación perdida de jóvenes latinoamericanos se convirtió en dictadura debe ser soslayada, pues trastocaría la oposición binaria entre revolución (popular, anticapitalista) y dictadura (militar, neoliberal). Avelar desconoce esta otra deriva totalitaria de la izquierda en el continente que es el castrismo, ejemplo donde los haya de una política radicalmente opuesta a la democracia liberal y la economía de mercado, cuando afirma, por ejemplo, que "the truth of defeat […] is the truth of the Latin American experience of the last decades" (p.68), aludiendo solo a la implantación violenta del neoliberalismo en los años ochenta y noventa.
Parece, así, que la tendencia del latinoamericanismo más radical, con respecto a la Revolución Cubana, es el silencio. No solo se escamotea la miseria del fenómeno revolucionario, sino también su grandeza, la importancia histórica de ese "momento caliente" cuya "dramaticidad inaugural", para usar los términos de Viñas, no está solo en el origen del Boom, sino de la propia crítica latinoamericanista. Como si se pasara desde la acción, ese apoyo incondicional al castrismo que, a pesar del cisma causado por el caso Padilla, perduró por décadas, a la omisión, una especie de olvido voluntario que, aun cuando no reproduce ya el mito de la Revolución Cubana, lo deja intacto.
Cuestionar a fondo ese mito es una tarea que buena parte de la izquierda latinoamericana, y de la crítica académica, tiene aún pendiente. Están dispuestos, si acaso, a hacer el duelo de la Revolución, como algo valioso o querido que se pierde (Decadencia y caída de la ciudad letrada, de Jean Franco, es aquí un escrito crucial), pero no pueden mirarla a la cara. Esta, como la cabeza de Medusa, los petrificaría.
[i] "Calibán" poco tiene que ver con Said, y aun menos con los otros dos grandes teóricos poscoloniales, Bhabha y Spivak. El propio Fernández Retamar lo reconoce al apuntar en una nota al pie del ensayo "Calibán quinientos años más tarde" (Nuevo Texto Crítico, enero-junio, 1993) que Gayatri C. Spivak no lo ha comprendido bien cuando en "Three Women's Texts and a Critique of Imperialism" (Critical Inquiry, otoño de 1985) afirma que "Calibán" niega "la posibilidad de una 'cultura latinoamericana' identificable". Raigalmente extraña al espíritu y la letra del ensayo de Fernández Retamar, esta negación caracteriza a la teoría poscolonial, cuyo intento de superar la dicotomía de lo colonial y lo anticolonial pasa por la crítica —de inspiración derrideana en el caso de Spivak y en el de Bhabha, foucaultiana en el de Said— de todo esencialismo identitario. La mala lectura de Spivak evidencia entonces el abismo entre la perspectiva anticolonial del ensayo de Retamar y la que, en rigor, cabe llamar poscolonial.
[ii] "Third-world texts, even those which are seemingly private and invested with a properly libidinal dynamic, necessarily project a political dimension in the form of national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture and society." (énfasis de F.J.)
[iii] "Si el 'momento caliente' de 1810 al 1824 se refracta, mediatamente, en los textos de Bolívar, Monteagudo, Artigas o Hidalgo —izquierda inaugural (¿y premonitoria?) que funcionó entonces (¿y ahora?), de vanguardia, de víctimas o de chivos expiatorios—, o si esa misma 'calentura histórico-coyuntural' se espejea (melancólicamente pero con espesa cuota de legitimidad circunstancial: en la apasionante aunque ritualizada serie de Himnos Nacionales patrios, desde México a la Argentina), si el otro 'momento caliente' del tenentismo y de la columna Prestes puede recuperarse —a través de matizados, minúsculos a veces fragmentos especuladores— en Verde-Amarelo o Macunaima, el más reciente 'momento caliente' de la revolución cubana, me parece, no solo refracta su dramaticidad inaugural, sino que es uno de los pivotes y rampas de lanzamiento fundamentales de la nueva narrativa latinoamericana." ("Pareceres y digresiones en torno a la nueva narrativa latinoamericana", El Boom en perspectiva)
[iv] De hecho muchos de los capítulos del libro de Viñas habían aparecido en la revista argentina Contorno antes de 1959. Quiero agradecer a Gerardo Muñoz, quien a partir de su lectura de una versión anterior de este trabajo, me ha recordado este dato, y también que la frase citada por mí aparece en el prólogo de la edición de 1970, no en la primera versión del libro de Viñas, que es de 1964.
[v] "Solo se anota, pues, un período inicial de esa narrativa cubana a través de los que son probablemente sus principales textos. De cualquier modo, cada texto es leído en su sistema específico, y no cabe aquí discutir la situación de los autores mismos en relación al régimen cubano, ni tampoco las variaciones de ese medio intelectual, cuyos últimos acontecimientos indican, por lo menos, que su literatura se encamina a otro período: estos aspectos tienen y tendrán su crónica y su historia, géneros que no me interesa frecuentar."
[vi] Avelar menciona "the voluntaristic reading of the Cuban revolution —encouraged, it is true, by the Cuban leaders themselves, but a reading appropriated in South America as a kamikaze, suicidal strategy" (p. 29)"
http://www.diariodecuba.com/de-leer/1367137602_2990.html
Duanel Díaz Infante | Lewisburg | 28 Abr 2013 - 10:26 am.
Mucha crítica académica de izquierdas ha dejado de insistir en la ejemplaridad de la Revolución Cubana, aunque no acaba de reconocerla como dictadura.
Entre los muchos visitantes extranjeros que pasaron por la Escuela Vocacional Lenin en La Habana de los años ochenta estaba Fredric Jameson. En uno de sus ensayos más conocidos, "Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism" (1986), Jameson apela a esa experiencia cubana para ilustrar la tesis de que el escritor en el Tercer Mundo es "siempre, de un modo u otro, un intelectual político". Confiesa que nunca sintió más extrañeza sobre la inexistencia del intelectual público en Estados Unidos, que durante un reciente viaje a Cuba, en el que tuvo ocasión de visitar una "extraordinaria escuela preparatoria en las afueras de La Habana".
Para vergüenza suya, vio cómo en ese contexto socialista y tercermundista los jóvenes cubanos estudiaban "los poemas de Homero, el Infierno de Dante, los clásicos del teatro español, las grandes novelas realistas del siglo XIX, y finalmente las novelas revolucionarias contemporáneas cubanas". Según Jameson, en la Isla se estudia, además, el papel del intelectual, "el intelectual cultural que es también un militante político, el intelectual que produce tanto poesía como praxis". Ho Chi Minh y Agostinho Neto, apunta el crítico, antes de añadir otros insignes ejemplos: Neruda, Sartre, Brecht, Du Bois…
Jameson propone que en Estados Unidos también se estudie el papel del intelectual, pero sobre el probado antintelectualismo del régimen cubano nada dice. Irónicamente, la creación de la Lenin, escuela que fungió por dos décadas como vitrina de la educación socialista, fue en alguna medida consecuencia del cierre de otro instituto que sí ofrecía un currículo humanístico parecido al que describe Jameson. Esa otra escuela, el instituto preuniversitario especial Raúl Cepero Bonilla, fue clausurada en 1971, cuando el dogmatismo marxista-leninista se apoderó de la educación y la cultura cubanas. Unos años después, el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas) V.I. Lenin era inaugurado por Brezhnev, como parte de una campaña de promoción de la cultura científico-técnica en absoluta consonancia con los nuevos tiempos de "amistad cubano-soviética".
No cabría, desde luego, reprochar a Jameson su desconocimiento de estos hechos, si no fuera por su fervorosa defensa de la política educativa y cultural del castrismo, que no se limitó a aquel ensayo de 1986. Para el gran crítico norteamericano el mejor exponente de una literatura crítica en Cuba es Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, cuya edición en inglés prologó generosamente en 2006. Allí afirma Jameson que la "crítica de la burocracia es una de las vocaciones centrales y características distintivas de la literatura socialista", cuya función no ha de ser salvaguardar las instituciones existentes, sino participar en el gran proceso colectivo de transformación social mediante la crítica de prácticas y actitudes presentes tanto en la administración como en la vida cotidiana. Y una de las cosas a criticar es ese "serio error político" que fue la prisión de Padilla.
El caso Padilla, mencionado en el prólogo a la novela de Jesús Díaz, y la cuestión de los intelectuales, central en el ensayo de 1986, son desde luego la misma cosa, pero Jameson evita entrar en esa historia de sombras: prefiere ver lo de Padilla como un error, y quedarse con lo luminoso, recordarle a su público norteamericano los estudiantes cubanos discutiendo animadamente sobre la función de los intelectuales.
En otro prólogo a un autor cubano, esta vez una antología en inglés de Roberto Fernández Retamar (Caliban and Other Essays, 1989), Jameson elogió "Calibán" sin advertir siquiera la consecuencia entre ese sobrevalorado ensayo y el caso Padilla. En su opinión, se trata del "equivalente latinoamericano de Orientalismo, de Said".[i]
En el contexto norteamericano, donde el intelectual es prácticamente "una especie extinta", la libertad de decirlo todo estaría garantizada a condición de permanecer dentro de esa suerte de gueto que es la academia, donde las teorías más radicales son producidas y consumidas sin que puedan incidir sobre el mundo exterior. Y es esta incidencia lo que a los ojos de Jameson existe en Cuba, haciendo de la Isla un espacio no ya de "teoría", sino más bien de praxis.
Acá, la ansiada superación de la filosofía burguesa habría comenzado, en tanto no se trata tanto de pensar el mundo como de transformarlo, realizando así la filosofía. Pero esta idea clásicamente marxista se confunde en el discurso de Jameson con otra de raigambre más bien conservadora: en Cuba, como en otros países del Tercer Mundo, no se ha producido la escisión de lo público y lo privado, la conciencia nacional y la psicología individual, que caracteriza a la cultura capitalista de Europa y Norteamérica, afirma el crítico[ii], y no es difícil percibir en semejante elogio del subdesarrollo esa noción fundamental de la historia intelectual del novecientos que es la decadencia de Occidente.
Acaso sin advertirlo, Jameson reproduce un señalamiento de otro gran profesor norteamericano, el sociólogo C.Wright Mills. Según cuenta Carlos Fuentes, en una visita a México este confesaba que "la suerte del escritor en ciertos países de América Latina le parecía envidiable". "Cuando la respuesta a la palabra —decía entonces Mills— es la prisión y quizás la muerte, esto quiere decir que lo dicho y lo escrito cuentan" (La nueva novela hispanoamericana). En Estados Unidos, en cambio, el escritor disidente corría el peligro de terminar convertido en estrella de televisión. Esas palabras habían sido dichas, aclara Fuentes, poco antes del decisivo encuentro de Mills con Cuba, que le granjearía la persecución de las autoridades de su país y marcaría el comienzo de una nueva disidencia intelectual en Estados Unidos, agudizada a fines de los sesenta en los movimientos por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam.
Revolución, radicalismos, realismo mágico
Que la Revolución Cubana inspiró no poco aquellos variados radicalismos es bien conocido. Baste recordar que en la conferencia de OLAS celebrada en La Habana en agosto de 1967, Stokely Carmichael declaró que los afroamericanos compartían la lucha común contra "White Western imperialist society" (John Gerassi, "Havana: A New International is Born"). Cuba se había convertido en capital de una "nueva Internacional", la de los "condenados de la tierra", que incluía también a los negros norteamericanos. Si décadas atrás la Gran Guerra había contribuido decisivamente a extender la creencia en la decadencia de Occidente, ahora las revoluciones de China, Argelia y Cuba venían a ser el golpe de gracia: "Europa hace aguas por todas partes", proclamaba Sartre en su incendiario prólogo al libro de Fanon.
En ese contexto marcado por los movimientos de liberación nacional y la crisis del papel revolucionario de la clase obrera en los países desarrollados, se produce una especie de aggiornamento del marxismo; la afirmación de la necesidad histórica de una revolución proletaria que comportaría una superación dialéctica de la sociedad burguesa es desplazada por nociones más o menos reaccionarias: regreso a la pureza del "país natal", anticapitalismo romántico, culto de la violencia… No poco de la fascinación de la guerrilla latinoamericana entre la izquierda radical de la época procede justo de ese hontanar: reléase, por ejemplo, el "Prólogo político" (1966) a la segunda edición de Eros y civilización, donde Marcuse celebra la lucha guerrillera como una rebelión de la potencia vital del cuerpo humano, frente a la creciente tecnificación de la modernidad burguesa.
En el mundo cada vez más desencantado del capitalismo tardío, ¿cómo no iba a triunfar el realismo mágico con su retrato de un continente prodigioso, donde se desafiaba tanto la ley de la gravedad como la férrea linealidad del tiempo europeo? La "nueva narrativa latinoamericana" contribuía decisivamente, mientras tanto, al desplazamiento de la centralidad de la literatura española por la literatura latinoamericana en los departamentos de Estudios Hispánicos y de Lenguas Romances, al tiempo que surgían los programas de estudios latinoamericanos, en parte como un intento de contrarrestar la creciente influencia del castrismo en América Latina. Mucho se ha escrito sobre la relación entre el Boom y la Revolución Cubana, pero la impronta de lo que David Viñas llama el "momento caliente de la Revolución"[iii] sobre la crítica literaria latinoamericana, y en particular la escrita desde la academia norteamericana, está por estudiarse en detalle.
La hoguera revolucionaria no se refractó sólo en la narrativa, sino también en la crítica y el ensayo: piénsese en Literatura argentina y realidad política, del propio Viñas, donde las letras argentinas, desde Sarmiento a Cortázar, son comprendidas como expresión de una burguesía nacional que ha entrado en estado comatoso, o en Lima la horrible, de Sebastián Salazar Bondy, formidable crítica de la idealización de la época colonial por la oligarquía peruana. Aun cuando, evidentemente, estos ensayos responden a tradiciones nacionales diversas, es indudable que comparten un cierto momentum procedente de la Revolución Cubana, no solo en su contenido desmitificador sino también en la retórica combativa, casi panfletaria.
La idea según la cual "El sistema burgués se viene abajo", primera frase del prólogo del libro de Viñas, es desde luego muy anterior a 1959, pero la radicalización socialista de la revolución había venido a darle cuerpo, ofreciendo la certeza, al cabo desmentida por la historia, de una inevitable transformación continental.[iv] En palabras de Salazar Bondy, "en Cuba ha comenzado nuestra revolución. Sé que, suceda lo que sucediere, esa verdad, a la postre, se impondrá, y Cuba, y América Latina, y el Perú amado, vencerán" (Cuba, nuestra revolución, 1962).
Curiosamente, libros como los de Viñas y Salazar Bondy no tuvieron parangón en la Cuba de los sesenta; los mejores críticos de la llamada "primera generación de la Revolución" (Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, Graziella Pogolotti, Rine Leal) no produjeron obras así de redondas, de contundentes. El mejor estudio sobre la literatura cubana de la década fue escrito por un extranjero, el peruano Julio Ortega. Relato de la utopía (1973) reúne ensayos y notas sobre muchas de las obras canónicas de la narrativa de los sesenta; ahí están los que hacen parte de lo que Fornet llamó "la narrativa de la Revolución" (Los años duros, Condenados de Condado), pero también los que la crítica cubana contemporánea de la publicación del libro de Ortega anatematizó como decadentes y burguesas: Paradiso, De donde son los cantantes y Tres tristes tigres.
A tono con las lecturas nacionalistas o americanistas de la Revolución —como la de Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo— que tendían, contra el peligro de la sovietización, a destacar su autoctonía, Ortega afirma que existe un "componente utópico en la historia cubana"; es ese componente, presente en las obras de Martí y de Lezama, el que se manifiesta de algún modo en esas obras literarias: "lo que hace única a la literatura cubana de la década última es su apasionante vida de una historia animada por el esplendor utópico".
Como bien aclara el crítico peruano, se trata aquí de utopía no en el sentido clásico, racionalista, sino en el sentido moderno, "poético"; una utopía que necesariamente es recuperada en la realidad histórica, y sería esa tensión entre "el desencanto crítico ante la historicidad" y el "encantamiento idealista ante la utopía" lo que anima toda esa rica literatura.
La imposición del realismo socialista en los setenta, desde esta perspectiva, vendría a apagar ese fuego utópico, sofocando toda tensión a favor de la historia. De esta otra literatura surgida del Congreso Nacional de Educación y Cultura (Cofiño, la "novela policial revolucionaria"), didascálica y anodina hasta la saciedad, nada tiene que decir Julio Ortega.[v] En Relato de la utopía, la clausura del debate intelectual en Cuba hacia fines de los sesenta no es vivida como un drama, en tanto el desencuentro entre imaginación utópica e historia real se percibe en cierto modo como inevitable, inscrito, por así decir, en la naturaleza misma de las cosas.
Muy distinta fue la reacción de aquellos otros críticos que, en los años felices de la Casa de las Américas, habían esgrimido a Cuba como un precioso ejemplo de que la sociedad socialista no era necesariamente represiva de la creatividad artística y la crítica intelectual. Para Ángel Rama, el más notable de todos ellos, el caso Padilla constituyó una dolorosa crisis de consciencia.
Me duele —anotaba Rama en su diario— que los escritores que siguieron diciéndose públicamente amigos de Cuba, hayan callado sobre todo esto. Me duele que desde mi alejamiento en el 71 con el desastrado caso Padilla […] no haya hablado públicamente de esto y haya preferido el silencio. No lo he guardado nunca en el caso de la Unión Soviética e incluso he escrito desde siempre a favor de los disidentes (desde el juicio a Siniavski allá por los sesenta) pero en el caso de Cuba era más complicado todo. La revolución en las puertas del imperio tenía un heroísmo y una verdad, había luchado a favor de tantas cosas por las que creo en nuestra América Latina, que parecía injusto hablar del error en que se había entrado. (Diario 1974-1983)
En un ensayo sobre los relatos de Norberto Fuentes ("Norberto Fuentes: el narrador en la tormenta revolucionaria") escrito a raíz del caso Padilla, Rama insiste en su apuesta por una narrativa arriesgada, fundamentalmente crítica, cercana a la idea de Sartre de la literatura como "subjetividad de una sociedad en revolución permanente", o a la de Gramsci sobre el necesario desencuentro entre el escritor y el político. Ello comportaba, desde luego, un cuestionamiento más o menos explícito de lo que con el tiempo se conocería como pavonato, pero este trabajo de Rama no se publicó hasta más de una década después, en el volumen Literatura y clase social (1983). En su extenso artículo de Marcha, donde la cuestión de la nueva política cultural se planteaba de manera directa, el crítico uruguayo se resistía a condenar el socialismo cubano. A diferencia de Vargas Llosa, cuya ruptura con el régimen castrista acentuaría en adelante su reafirmación de la función eminentemente crítica de la intelligentsia, Rama, más que fracaso del sistema cubano, hablaba del fracaso de los intelectuales:
Querría agregar algunas reflexiones sobre un problema que debe abordarse con toda honradez. No faltarán ahora quienes vengan afirmando que el socialismo es sinónimo de regimentación, que fatalmente concluye en la liquidación de la creatividad y que nos condena a una grisura democrática, funcionarial. La madre, en el drama de Wesker, decía que cuando saltaba la instalación eléctrica ella descreía del electricista y no de la electricidad, pero además es cuestión de preguntarse si este fracaso de los intelectuales para encontrar nuevas fórmulas es consecuencia de que no hay ninguna otra que la ya probada en otros países socialistas, o de que el desarrollo creciente del socialismo todavía no ha podido alcanzar la acumulación que le permita sortear indemne estos períodos o, por último, que ellos, los intelectuales, no fueron capaces de esa invención a que los llamaba el Che Guevara en su famoso texto, como lamentándose de no poder él acometer también ese campo del nuevo mundo, de la nueva sociedad, con ánimo templado y audacia creativa. ("Una nueva política cultural en Cuba", Cuadernos de Marcha, mayo 1971)
Este dilema en que se vio abocada la izquierda latinoamericana tras el fracaso de lo que K.S. Karol llamó la "herejía cubana" es resuelto por el crítico norteamericano John Beverley, mediante una especie de fuite en avant: no se trata ya de aquellas polémicas sobre la literatura revolucionaria, si debía ser vanguardista o realista, reivindicar la "libertad abstracta" de la cultura burguesa o la "libertad concreta" de la nueva ligazón al proletariado, para decirlo en palabras de Lenin, sino de que toda literatura es burguesa. De la dicotomía gramsciana entre "intelectuales tradicionales" e "intelectuales orgánicos", sino de una crítica a fondo de la clase intelectual y de su función histórica en las sociedades latinoamericanas. Desde una posición tan radical, la opción entre Condenados de Condado y La última mujer y el próximo combate, entre Fuera de juego y Calibán, pierde sentido.
La Revolución cubana no habría logrado trascender la ideología burguesa y el tipo de autoridad literaria asociada a la misma, y es justo desde esa premisa que Beverley critica el proyecto crítico de Rama en uno de los capítulos fundamentales de Subalternity and Representation (1999) A la "transculturación literaria", que entrañaría la cooptación de los sujetos subalternos, el crítico norteamericano opone el testimonio de Rigoberta Menchú, donde el subalterno habla por sí mismo, más allá de todo saber letrado. La polémica con Rama está, entonces, claramente relacionada con el reconocimiento de ese "impasse de la revolución cubana" que subyace a la constitución del grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos en los noventa. Sería Rama, más que el propio Fernández Retamar, el gran crítico literario de la Revolución Cubana, en tanto refleja insuperablemente el límite de un proyecto político que, a pesar de las buenas intenciones, no alcanza a superar la representación literaria e intelectual.
Me parece que la crítica de Beverley a Rama refleja, además, una inflexión en la forma de hacer crítica, en la proyección misma del discurso: Rama, probablemente el crítico latinoamericano más importante de las últimas décadas, es un eslabón entre la gran tradición crítica latinoamericana, muy ligada a la esfera pública, y la crítica académica localizada en publicaciones especializadas. Si aquel magisterio de los intelectuales públicos en periódicos y revistas de alcance nacional e incluso continental es inseparable del oscurecimiento de la historia de los sujetos subalternos, no tiene caso resistir la especialización de la labor crítica, o cuestionar la posición académica del discurso. Desmitificadas las ilusiones humanistas, la crítica se hace cada vez más sofisticada, abstrusa incluso. El vínculo con la tradición ensayística latinoamericana, en la que aun Rama se inscribe, se ha roto definitivamente. Reina la "teoría".
La cabeza de Medusa
Como la serie literaria de que hablaba Tynianov, la de la crítica tiene una dinámica interna: ciertos temas se agotan, y sobreviene la renovación. Tras el boom del subalterno y la celebración del testimonio, toca el turno a una reivindicación de la literatura. No ya en el sentido "burgués" de la autonomía del arte, al modo de aquellos críticos que Beverley llama "neoarielistas", sino desde la izquierda radical, de inspiración marxista y postestructuralista, predominante en la academia norteamericana. Esta empresa es acometida por Idelber Avelar en su influyente libro The Untimely Present. Postdictatorial Fiction and the Task of Mourning (1999).
Aquí el punto de partida es una sofisticada crítica del Boom, que Avelar comprende como una suerte de reconciliación imaginaria entre "fábulas de identidad" y "teleologías de modernización", compensatoria no solo del subdesarrollo sino sobre todo de la pérdida del carácter aurático de la literatura, consecuencia del mercado editorial y la profesionalización del escritor. A aquella novelística de los sesenta el crítico brasileño opone no ya la "verdad" del testimonio, como Beverley, sino lo "intempestivo" de las ficciones de posdictadura (Ricardo Piglia, Diamela Eltit, Silvano Santiago, Tununa Mercado), una literatura de carácter alegórico —en sentido benjaminiano— que acomete ese "trabajo de duelo" tan necesario en tiempos de derrota de la esperanza revolucionaria y obscena apoteosis del mercado.
Desde esta perspectiva, el fin del Boom vendría siendo el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, que da comienzo a la imposición violenta del neoliberalismo en el continente. De aquella otra hipótesis según la cual el final sería 1971, con el caso Padilla y la división de la izquierda latinoamericana, poco dice Avelar. Más allá de una simple mención[vi], en el capítulo dedicado al Boom ("Modernization and Mourning in the Spanish American Boom") se echa de menos una discusión con aquella crítica que había señalado la correlación entre ese fenómeno literario y la Revolución Cubana.
En el siguiente capítulo, sobre la cultura latinoamericana bajo la dictadura, ocurre otro tanto; a pesar de su relevancia para los temas discutidos, la Revolución Cubana brilla por su ausencia. Avelar comprende las dictaduras de derecha como el triunfo de la violencia contrarrevolucionaria apoyada por Estados Unidos sobre unas fuerzas revolucionarias que no llegaron al poder, sin considerar ese otro factor fundamental que en aquel complicado campo de fuerzas fue la influencia del castrismo en América Latina. Cuba, foco fundamental de la insurgencia de los sesenta, queda fuera de foco en la ambiciosa interpretación de la historia y la cultura recientes de América Latina que ofrece The Untimely Present.
Me parece que esta ceguera es sintomática de cierta posición contemporánea de la crítica académica de izquierdas; no se insiste ya, como Jameson, en la ejemplaridad de la Revolución Cubana, pero tampoco se acaba de reconocer su resultado dictatorial, cada vez más fehaciente. A lo largo de todo este libro, para nosotros revelador no tanto por lo que dice sobre la Revolución como por lo que no dice, el autor habla de las "dictaduras hispanoamericanas" refiriéndose solo a las dictaduras militares, aquellas que realizaron esa transición del Estado al mercado que las posteriores transiciones a la democracia no habrían modificado sustancialmente. Avelar señala que estas dictaduras, a diferencia de los regímenes fascistas, no dependieron de las movilizaciones de masas, sin advertir que ese rasgo sí caracteriza en gran medida al régimen castrista.
La cuestión de cómo la revolución que inspiró a toda una generación perdida de jóvenes latinoamericanos se convirtió en dictadura debe ser soslayada, pues trastocaría la oposición binaria entre revolución (popular, anticapitalista) y dictadura (militar, neoliberal). Avelar desconoce esta otra deriva totalitaria de la izquierda en el continente que es el castrismo, ejemplo donde los haya de una política radicalmente opuesta a la democracia liberal y la economía de mercado, cuando afirma, por ejemplo, que "the truth of defeat […] is the truth of the Latin American experience of the last decades" (p.68), aludiendo solo a la implantación violenta del neoliberalismo en los años ochenta y noventa.
Parece, así, que la tendencia del latinoamericanismo más radical, con respecto a la Revolución Cubana, es el silencio. No solo se escamotea la miseria del fenómeno revolucionario, sino también su grandeza, la importancia histórica de ese "momento caliente" cuya "dramaticidad inaugural", para usar los términos de Viñas, no está solo en el origen del Boom, sino de la propia crítica latinoamericanista. Como si se pasara desde la acción, ese apoyo incondicional al castrismo que, a pesar del cisma causado por el caso Padilla, perduró por décadas, a la omisión, una especie de olvido voluntario que, aun cuando no reproduce ya el mito de la Revolución Cubana, lo deja intacto.
Cuestionar a fondo ese mito es una tarea que buena parte de la izquierda latinoamericana, y de la crítica académica, tiene aún pendiente. Están dispuestos, si acaso, a hacer el duelo de la Revolución, como algo valioso o querido que se pierde (Decadencia y caída de la ciudad letrada, de Jean Franco, es aquí un escrito crucial), pero no pueden mirarla a la cara. Esta, como la cabeza de Medusa, los petrificaría.
[i] "Calibán" poco tiene que ver con Said, y aun menos con los otros dos grandes teóricos poscoloniales, Bhabha y Spivak. El propio Fernández Retamar lo reconoce al apuntar en una nota al pie del ensayo "Calibán quinientos años más tarde" (Nuevo Texto Crítico, enero-junio, 1993) que Gayatri C. Spivak no lo ha comprendido bien cuando en "Three Women's Texts and a Critique of Imperialism" (Critical Inquiry, otoño de 1985) afirma que "Calibán" niega "la posibilidad de una 'cultura latinoamericana' identificable". Raigalmente extraña al espíritu y la letra del ensayo de Fernández Retamar, esta negación caracteriza a la teoría poscolonial, cuyo intento de superar la dicotomía de lo colonial y lo anticolonial pasa por la crítica —de inspiración derrideana en el caso de Spivak y en el de Bhabha, foucaultiana en el de Said— de todo esencialismo identitario. La mala lectura de Spivak evidencia entonces el abismo entre la perspectiva anticolonial del ensayo de Retamar y la que, en rigor, cabe llamar poscolonial.
[ii] "Third-world texts, even those which are seemingly private and invested with a properly libidinal dynamic, necessarily project a political dimension in the form of national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture and society." (énfasis de F.J.)
[iii] "Si el 'momento caliente' de 1810 al 1824 se refracta, mediatamente, en los textos de Bolívar, Monteagudo, Artigas o Hidalgo —izquierda inaugural (¿y premonitoria?) que funcionó entonces (¿y ahora?), de vanguardia, de víctimas o de chivos expiatorios—, o si esa misma 'calentura histórico-coyuntural' se espejea (melancólicamente pero con espesa cuota de legitimidad circunstancial: en la apasionante aunque ritualizada serie de Himnos Nacionales patrios, desde México a la Argentina), si el otro 'momento caliente' del tenentismo y de la columna Prestes puede recuperarse —a través de matizados, minúsculos a veces fragmentos especuladores— en Verde-Amarelo o Macunaima, el más reciente 'momento caliente' de la revolución cubana, me parece, no solo refracta su dramaticidad inaugural, sino que es uno de los pivotes y rampas de lanzamiento fundamentales de la nueva narrativa latinoamericana." ("Pareceres y digresiones en torno a la nueva narrativa latinoamericana", El Boom en perspectiva)
[iv] De hecho muchos de los capítulos del libro de Viñas habían aparecido en la revista argentina Contorno antes de 1959. Quiero agradecer a Gerardo Muñoz, quien a partir de su lectura de una versión anterior de este trabajo, me ha recordado este dato, y también que la frase citada por mí aparece en el prólogo de la edición de 1970, no en la primera versión del libro de Viñas, que es de 1964.
[v] "Solo se anota, pues, un período inicial de esa narrativa cubana a través de los que son probablemente sus principales textos. De cualquier modo, cada texto es leído en su sistema específico, y no cabe aquí discutir la situación de los autores mismos en relación al régimen cubano, ni tampoco las variaciones de ese medio intelectual, cuyos últimos acontecimientos indican, por lo menos, que su literatura se encamina a otro período: estos aspectos tienen y tendrán su crónica y su historia, géneros que no me interesa frecuentar."
[vi] Avelar menciona "the voluntaristic reading of the Cuban revolution —encouraged, it is true, by the Cuban leaders themselves, but a reading appropriated in South America as a kamikaze, suicidal strategy" (p. 29)"
http://www.diariodecuba.com/de-leer/1367137602_2990.html
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