Fidel Castro
Intrascendencia
¿Ocupará Fidel Castro un escaño en el parlamento de la posteridad? Desde
luego, para los cubanos será para siempre una cicatriz de medio siglo.
Un queloide en la historia de Cuba
Luis Manuel García Méndez, Madrid | 04/12/2012 11:11 am
Exilio
es llegar a entender
que el día que tanto esperamos
no será más que una noticia
encapsulada entre dos comerciales
de Pepsi y Tylenol.
Jesús J. Barquet; "Destinos"
Navegando por la red, me asaltó hace poco la última foto de un Fidel
Castro rural, contra un fondo de arbustos (no descarto la moringa porque
jamás la he visto). La camisita de cuadros —reminiscencia de las que un
día vendieron en Flogar por la libreta de productos industriales— lo
traviste de paisano, lejanas ya las glorias del sempiterno uniforme
verde olivo. La imagen me recordó la escena final de Marlon Brando en El
Padrino, cuando juega con su nieto en el huerto e intenta asustarlo con
una dentadura improvisada de cáscaras de naranja, instantes antes de ser
fulminado por un infarto. Pero Brando no metía tanto miedo como Castro.
La mano huesuda, de uñas afiladas, admonitoria. La boca entreabierta. El
gesto amargo. Pero, sobre todo, la mirada de loco furioso al fondo de
las cuencas hundidas de los ojos, como de calavera apenas revestida de
piel, algo que acentúa la sombra proyectada por el ala del sombrero.
Otra de las fotos es más lúgubre: el gesto contraído y la mano en la
cintura, donde algún día llevó la pistola. (Supongo que ya no le
permitan portar armas).
Castro se empeña en demostrar que está vivo y en activo, apelando al
expediente de los secuestradores clásicos cuando sostiene el periódico
del día. Pero se equivoca.
Gracias a que se extravió en las calles de Santiago de Cuba, la ciudad
donde habitó media vida, salió ileso del Moncada. Aficionado a las miras
telescópicas, durante la guerra no sufrió ni un rasguño. Fidel Castro
sobrevivió a cientos de complots para asesinarlo. Vio aparecer y
esfumarse a diez inquilinos de la Casa Blanca, a todos los líderes del
campo socialista y sus homólogos asiáticos. Ya estaba en el poder cuando
levantaron el Muro de Berlín y siguió en el poder cuando lo derribaron.
Desde 1959 se ha vaticinado una y otra vez, con más deseos que datos, la
caída de su régimen. Su muerte inminente ha sido anunciada una docena de
veces, y muchos periódicos importantes ya tienen preparada la cabecera y
el artículo que publicarán ese día en primera.
Las botellas de champán, ron añejo y vino gran reserva que muchos
guardan a la espera de ese día, se han ido añejando en las bodegas.
Confiemos que se conserven a la temperatura adecuada.
Desde su infancia, Fidel Castro soñó un mundo a la medida de sí mismo. Y
como político, en buena medida, lo consiguió. Cientos de hombres
murieron bajo sus órdenes en nombre del restablecimiento de la
democracia que más tarde él demolería hasta los cimientos. Utilizó a los
demócratas en la guerra y a los viejos comunistas en la paz. Y luego los
desechó sin el menor escrúpulo. Ministros, consejeros, tecnócratas de
corte soviético, generales que ganaron las guerras de las que él se
jactaba, cowboys de la revolución y jóvenes promesas sufrieron la misma
suerte cuando la preservación de su poder personal lo hizo recomendable.
Como diría Monterroso, y el dinosaurio permanecía allí. Hasta que fue su
propio cuerpo el que se declaró en rebeldía. El comandante no ha podido
encarcelar a su cuerpo por ese desacato. Ni fusilarlo. Ni mandarlo al
exilio. No le ha quedado más remedio que confinar a su cuerpo en el
famoso plan pijama, destino de cientos de funcionarios cubanos a lo
largo de medio siglo.
Si la ambición del comandante se redujese a conservar el poder hasta que
la muerte nos separe, como un alcalde de San Nicolás del Peladero, el
balance de su vida habría sido un éxito. Pero él siempre aspiró a más.
Quiso ser un estadista memorable, un líder de talla mundial, una figura
histórica, perdurar en la posteridad.
Lamentablemente (para él) y por suerte (para la humanidad), el destino
lo dotó con una isla minúscula y unos pocos millones de súbditos. Su
carta a Kruschov durante la Crisis de los Misiles (o de Octubre, o de
los Misiles de Octubre), donde lo instaba a dar el primer golpe, es
pavorosa. El mundo nos debería estar agradecido por cargar con él a
solas. Ya entonces, Nikita Kruschov aclaró a Fidel que en las grandes
ligas de la política mundial, un pequeño zar del Caribe no pasaba de
cargabates, cosa que Castro jamás le perdonará.
Su hegemonía en la insurgencia continental se diluyó a la misma
velocidad que las guerrillas y la aventura africana es apenas un
capítulo exótico (salvo para quienes dejaron allí a sus muertos) en la
historia del continente negro.
Su fugaz liderazgo en el Movimiento de los No Alineados no pasó a
mayores. Castro estaba demasiado alineado para el gusto de la
concurrencia, y su alegría por la invasión soviética a Afganistán no
tuvo quórum.
Si fue su propósito establecer un nuevo paradigma, el fracaso ha sido
rotundo. Basta mirar el lamentable estado de la Isla para alejarse de
semejante fórmula. Incluso el llamado "Socialismo del siglo XXI" dista
mucho del modelo impuesto por Castro a los cubanos. Chávez ha
aprovechado, eso sí, las recetas populistas/represivas de su mentor
cubano, pero eso no es un sistema de gobierno, sino un código mafioso.
El presunto estadista que iba a convertir a Cuba en un modelo para el
mundo entero, un país que en diez o quince años sobrepasaría en PIB per
cápita a Estados Unidos —en la Biblioteca Nacional, los diarios donde
constan sus desatinos de entonces no son accesibles salvo permisos
especiales— arruinó en dos lustros una economía solvente y la remató a
golpes de inspiradas campañas dignas del realismo mágico. Quizás eso
explique su amistad con Gabriel García Márquez. Éste se limitó a
escribir la saga de Macondo. Castro patentó el socialismo macondiano.
¿Será una figura histórica? ¿Ocupará un escaño en el parlamento de la
posteridad? Desde luego, para los cubanos será para siempre una cicatriz
de medio siglo. Un queloide en la historia de Cuba. En cuanto a la
posteridad, Fidel Castro no lega una filosofía, como Karl Marx; ni una
teoría memorable, como Einstein; ni es el padre de una nación, como
Washington, sino el padrastro maltratador que se ha ensañado con la
pobre Patria y con sus hijos. Su ideario está emborronado en miles de
discursos repetitivos y contradictorios: demócrata, comunista,
prosoviético y antisoviético, internacionalista, nacionalista, leninista
y martiano, pacifista mientras fraguaba invasiones y guerrillas;
predicador de la virtud mientras la Isla se convertía en confortable
escala de la cocaína. En nombre de la autodeterminación y contra un
pensamiento único global, invoca el derecho a la diferencia de sátrapas
sirios, libios, serbios o coreanos. En nombre de su autodeterminación,
se erige a domicilio en sumo sacerdote del pensamiento único.
Sólo tres constantes en medio siglo: su avaricia del poder absoluto, su
aversión a la libertad y el bienestar de los cubanos, y su odio a
Estados Unidos, único enemigo a la medida de su arrogancia. Aunque este
último ha sido su mejor coartada para venderse de inocente David
mientras ejercía en casa de Goliat abusón. No creo que la avaricia y el
odio sean suficientes para conseguirle un escaño en la historia.
Siempre he creído en la sabiduría que subyace bajo muchos chistes
populares. Uno que escuché hace veinte años narraba el regreso de Fidel
Castro a la tierra tras medio siglo en el más allá. Caminando por una
Habana reverdecida, constata con asombro que nadie lo reconoce y, peor
aún, que nadie lo conoce ni de oídas. Acude entonces a la biblioteca y
consulta la enciclopedia. Efectivamente, allí está:
Castro, Fidel: Dictador cubano que vivió durante la Era de los Van Van.
(Ver Van Van).
Morirse a plazos y no al contado tiene efectos secundarios, daños
colaterales. El que nos abrumaba sin compasión con discursos de ocho
horas por el placer de escucharse a sí mismo, balbucea incoherencias
ahora cuando le conceden unos minutos de cámara. Al dueño de la palabra
le han escamoteado el espacio para sus reflexiones desde que atacó a
Deng Xiaoping, arquitecto del neocapitalismo chino. Desde entonces,
apenas ha susurrado algunas incoherencias por escrito sobre el yoga y la
moringa. Y sufre en vida la suerte de Mao: Raúl Castro implementa en su
nombre las políticas que él siempre aborreció.
El que ha sido durante años el acontecimiento más esperado por el
exilio, es ya una noticia intrascendente, "una noticia / encapsulada
entre dos comerciales / de Pepsi y Tylenol", como reza el poema de Jesús
J. Barquet. Aunque enarbole el periódico del día para demostrar su
existencia, aunque no se haya hecho pública la noticia, ni hayan
exhibido el féretro en la Plaza de la Revolución, el Comandante está en
un error. Ha muerto lentamente de intrascendencia aunque hayan olvidado
retirar su cadáver.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/intrascendencia-281972
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