Problemas de cicatrización
RAFAEL ROJAS 24/01/2007
La historia de la revolución cubana es, en alguna medida, la historia
del cuerpo de Fidel Castro. Todo comenzó, hace más de medio siglo,
cuando los músculos del joven caudillo se prepararon para entrar en la
política latinoamericana por la vía del riesgo y la violencia. No todo,
pero sí mucho de esa larga epopeya, para algunos, y pesadilla, para
otros, termina con el desangramiento de aquel cuerpo por "problemas de
cicatrización" en el aparato intestinal.
Por lo poco que se sabe -siempre se sabe poco sobre el cuerpo de un
caudillo-, Fidel Castro, a pesar de haber dirigido varias guerras dentro
y fuera de Cuba, nunca sufrió, siquiera, heridas leves. Su vida ha
estado constantemente amenazada por centenares de atentados fallidos,
pero su salud siempre ha sido "de hierro", según la frase recurrente de
los acólitos. Hay en la mitología fidelista un culto monárquico al
cuidado del cuerpo que tiene muy poco que ver con la tradición
latinoamericana, que él tanto reclama, de héroes enfermizos y
temerarios, como Bolívar, Martí, Zapata, Evita o el Che, quienes
murieron antes de cumplir 50 años.
Los problemas de cicatrización de Fidel, como los del totalitarismo
cubano, son internos. A simple vista todo funciona a la perfección -hace
apenas dos años, sus médicos afirmaban que viviría hasta los 120-, pero
los tejidos dañados no logran regenerarse y las hemorragias no pueden
contenerse. Según Granma -leo titulares de hoy, domingo 18 de enero-, en
Cuba la economía crece un 12,5%, la "autosuficiencia energética" está a
punto de lograrse y se duplica la "superficie boscosa". Pero medio
millón de habitantes de ese país maravilloso sólo piensa en emigrar.
En su ya célebre discurso en el Aula Magna de la Universidad de La
Habana, el 17 de noviembre de 2005, Castro reiteró obsesivamente la
misma pregunta: ¿puede la revolución derrumbarse? ¿Puede el socialismo
revertirse? Según una reforma a la Constitución de 1992, introducida
como refutación del Proyecto Varela, en 2002, el socialismo cubano es
"irrevocable". Pero la insistente pregunta parecía sugerir una respuesta
afirmativa: según Fidel, sí, la Revolución podía ser destruida, no por
sus enemigos -Estados Unidos, el exilio, la oposición...-, sino por los
propios "revolucionarios".
Los más graves problemas del sistema cubano tienen que ver, en efecto,
con las heridas de sujetos creados por la propia Revolución. Desde el
exterior, nada ha amenazado seriamente ese régimen y nada amenaza la
sucesión autoritaria que encabeza Raúl Castro. Las ideas democráticas de
la oposición y el exilio no llegan a la ciudadanía de la isla y la
política de Estados Unidos, incapaz de generar alianzas en Europa y
América Latina, es más beneficio que costo para las élites sucesoras. La
mala cicatrización de las heridas es la que pondrá en peligro la
subsistencia del orden "socialista", tal y como se ha entendido hasta hoy.
Un régimen de partido único, durante medio siglo, por mucha integración
social que haya logrado o por mucha capacidad de negociación del
consenso que aún posea, se basa en exclusiones políticas. A pesar de su
visible renovación generacional, la nomenclatura de la isla sigue
siendo, fundamentalmente, masculina, heterosexual, blanca y atea, es
decir, representativa de una minoría hegemónica del país. Varios miles
de opositores y toda una población emigrada, que oscila entre dos y tres
millones de cubanos, carecen de derechos económicos, civiles, políticos
y culturales en la isla. Los negros, las mujeres, los homosexuales, los
religiosos, los disidentes y los exiliados han sido y son sujetos
agraviados por el socialismo cubano.
Cualquier cubano o cubana que, en el último medio siglo, haya
considerado la posibilidad de que Fidel y Raúl Castro no sean buenos
gobernantes, que haya dudado de la justicia de un régimen de partido
único, que haya cuestionado el "marxismo-leninismo" como ideología de
Estado, que haya comprobado que una economía tan centralizada es
ineficiente o que haya imaginado, siquiera, que fuera de Cuba habría
vivido mejor, es un sujeto que alguna vez se acercó a las razones de la
oposición y el exilio y que, por tanto, puede comprenderlas.
No sólo eso, cualquier cubano o cubana que haya rozado los argumentos de
la oposición y el exilio, del presidio y la disidencia, sin llegar a ser
un opositor, un preso o un exiliado, sufrió, también, las consecuencias
de ese gesto: o se atormentó por un falso pecado de conciencia o fue
castigado por el régimen. Esas heridas, las de quienes han
dudado,tampoco cicatrizan fácilmente, ya que su trasfondo no es
religioso, donde la expiación de la culpa es posible, sino burdamente
político. ¿Por qué cualquier ciudadano moderno debería sentirse culpable
de no simpatizar con el líder o el partido que gobierna su país?
Las élites sucesoras no son inconscientes de esos problemas de
cicatrización y desde hace una década, por lo menos, sueñan con un
remake simbólico del socialismo cubano. Una cirugía plástica que, medio
siglo después, haga de la Revolución antiburguesa, atea, machista,
homofóbica y nacionalista, una Revolución frívola, ejecutiva, católica,
multicultural, cosmopolita, en suma, "políticamente correcta". Esos
intentos de reconstrucción estilística se hacen sin la más parca
autocrítica y en nombre de un socialismo antiestalinista, que el orden
constitucional, la prensa oficial, los medios de comunicación y la
retórica de los máximos líderes no asumen públicamente.
La "continuidad" del socialismo es un tópico demasiado arraigado en el
discurso de esas élites. No sorprende, entonces, que la protesta
electrónica de decenas de intelectuales de la isla contra una apología
televisiva del burócrata Luis Pavón Tamayo, máximo responsable de la
política cultural entre 1971 y 1976, haya culminado con una declaración
de lealtad de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) a la
máxima fidelista "dentro de la Revolución todo, contra la Revolución
nada". Si el estalinismo es una ortodoxia superada por los socialistas
cubanos, por qué los dos siguientes titulares del Ministerio de Cultura,
Armando Hart y Abel Prieto, nunca han criticado oficialmente aquel
Congreso de Educación y Cultura, de 1971, que consumó la sovietización
de la ideología revolucionaria.
Más claro aún, si Cuba es un país donde la educación y la cultura ya no
están regidas por el marxismo-leninismo, la doctrina creada por Stalin
para la Unión Soviética y los países conquistados por su ejército en
Europa del Este, por qué el orden constitucional cubano, ratificado hace
apenas cuatro años, y el Partido Comunista de Cuba, en sus últimos
congresos y plenos, todavía sostienen esa identidad ideológica. El
malestar de los intelectuales cubanos refleja que el anacronismo de esa
ideología, en pleno siglo XXI, se vuelve cada vez más evidente, ya no
para ellos mismos, sino para muchos ciudadanos de la isla.
Uno de los principales desafíos de las élites sucesoras, si es que
logran que una transición a la democracia no las arrastre con su
torbellino, será ajustar el viejo discurso socialista al nuevo
capitalismo de Estado y a la nueva diversidad social. Dicho ajuste será
muy delicado y cualquier paso en falso podría abrirle a La Habana
flancos de tensión indeseados dentro de la izquierda occidental y, lo
que es más grave aún, dentro de los sectores menos pragmáticos de su
propia clase política. Si el maquillaje falla y a la vieja Revolución se
le ve la cara, podría pasar que los revolucionarios inicien, sin querer,
la democratización de Cuba.
Rafael Rojas es historiador cubano, exiliado en México, premio Anagrama
de Ensayo por Tumbas sin sosiego.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/Problemas/cicatrizacion/elpporopi/20070124elpepiopi_5/Tes
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