2007-1-30
La cárcel es un veneno contra la vida. Se roba los años, reduce las
expectativas de alcanzar una vejez sana. Es sencillamente una
impregnación de óxido en el reloj biológico de los seres humanos que han
tenido las desdicha de habitar en esos sitios donde los abismos se
yerguen como cíclopes.
Basta con saber que un hombre está allí para decir que la muerte lo
alcanzará más rápido. Uno, dos tres años, quizás más, se escurrirán de
su existencia. No sé cuantos habré perdido en casi 21 meses bajo el
ruido de los candados y los barrotes riéndose de mis infortunios.
La soledad, el trato hostil, la podredumbre imitando la omnipresencia de
los astros, el odio confundiéndose con el aire y unos hombres de
indumentaria verde olivo que saben gruñir a la manera de los lobos
hambrientos.
El encierro desgarra, oprime. El eco del dolor llega a los huesos y deja
una sombra que nada puede borrar.
De vuelta al hogar se vuelve a sonreír, se observa a la familia de un
modo que queda entre el gozo y la estupefacción. Se hacen planes, la
felicidad es algo tan sublime como un triunfo en esos primeros minutos
del reencuentro, pero nada es igual. Una parte del sistema nervioso ha
sido demolida. Un leve padecimiento es ya una dolencia que enseñará sus
garras regularmente.
Mientras escribo me acuerdo de Fidel Suárez Cruz. Lo conocí en mi última
etapa del cautiverio en la prisión de Agüica, situada en el municipio de
Colón a unos 100 kilómetros al este de la Ciudad de la Habana. Nos
montaron en el carro-jaula rumbo al hospital.
No puedo recordar si fue en agosto o septiembre de 2004. Lo que no
olvido es la naturalidad de aquel pinareño. La pasión por sus ideales
democráticos. Su inquebrantable actitud contestataria. Sin él saberlo me
transmitió un mensaje de aliento. Yo traté de corresponderle.
Hablamos, a pesar de la presencia de un par de guardias, del futuro, de
nuestra inocencia y de la esperanza de lograr para Cuba un sistema
socio-político viable, integrador y basado en normas jurídicas responsables.
Hubo un detalle que desconocía. Estaba delante de un masón, hecho que
determinó la multiplicación de mis afectos. Eramos dos integrantes de
una fraternidad asentada sobre pilares de solidaridad, sacrificio,
virtud y decoro.
En el proceso judicial ocurrido en la primavera de 2003 estuvimos
implicados 12 masones. Ninguno ha traicionado su compromiso de dar una
lección de valentía y perseverancia en resistir las duras condiciones
impuestas por las circunstancias.
Héctor Maceda, Víctor Rolando Arroyo, Nelson Aguiar Ramírez, Pedro Pablo
Álvarez Ramos, son paradigmas de la resistencia, adalides que ponen en
alto el nombre de la masonería. Los conozco personalmente y me place
tenerlos en calidad de hermanos.
Valga una mención a Blas Giraldo Reyes, Antonio Díaz Sánchez, Alfredo
Pulido, Eduardo Díaz Fleitas y los hermanos Luis Enrique Ferrer García y
José Daniel Ferrer García.
Todos permanecen soportando con hidalguía la densidad de las tinieblas.
Cumplen sus largas sanciones lejos de sus familiares, encerrados como
fieras y viendo la fusta del odio caer sobre su existencia.
Ellos son parte de los casi 300 presos políticos y de conciencia que
corren el riesgo de morir prematuramente. Algunos no tendrán la suerte
de criar a sus hijos, otros se quedarán con los deseos de ver crecer a
sus nietos.
Doy la voz de alarma frente a esos lugares amurallados donde las cercas
de alambres de púas y las atalayas instan a desatar todos los horrores.
Varios reos comunes me decían que había llegado al cementerio de hombres
vivos. Tal aseveración asusta. Es demasiado veraz.
Jorge Olivera
Enviado por "Luz Modroño " <luzmod@telefonica.net>
No comments:
Post a Comment