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Monday, August 28, 2006

La lenta muerte del Comandante

Posted on Sun, Aug. 27, 2006

La lenta muerte del Comandante
CARLOS ALBERTO MONTANER

La primera confirmación procedió de Lula da Silva: Fidel Castro tiene
cáncer. Luego la cancillería brasilera desmintió al presidente, pero era
verdad. El Comandante sangró, lo abrieron, y le encontraron un cáncer
extendido e incurable. Nada, por cierto, extraño en un anciano de
ochenta años. El pronóstico es que tardará poco en morir. Nadie se
atreve a predecir una fecha, pero los diplomáticos europeos acreditados
en Cuba, en voz baja, piensan que no verá el 2007, aunque luego matizan
la opinión: ``A esa edad el cáncer es lento''.

Curiosamente, en los cálculos de Castro no entraba ese tipo de muerte.
Se imaginaba su desaparición como algo heroico, o como un tirón súbito
del corazón o del cerebro que le arrebataba la vida, pero nunca pensó
que podía extinguirse lentamente en una cama, en medio del sopor
creciente producido por un piadoso suero de morfina, incapaz de decidir
si intentaba o no prolongar su existencia con inciertas y devastadoras
dosis de quimio o radioterapia, medidas que, además, le despojarían el
rostro de la barba que le ha servido como imagen de marca durante medio
siglo.

Ante la desesperada situación, Fidel se deprimió. Suele ocurrir. Es muy
triste estarse muriendo y, encima, recibir la visita de Hugo Chávez.
Fidel, súbitamente, dejó de ser uno de los hombres más poderosos del
mundo y se convirtió en un anciano frágil e indefenso al que el
imprudente venezolano, en medio de una catarata de diminutivos
afectuosos, le apretaba la mano arrobado, pensando que lo confortaba,
cuando, en realidad, le infligía una oscura forma de condescendiente
humillación. Raúl lo percibía, pero no podía impedirlo. Nadie puede
evitar la pegajosa efusividad de Chávez. Raúl sabe que Fidel Castro odia
las manifestaciones de ternura, y mucho más las muestras públicas de
compasión hacia su egregia persona. Cuando murió Lina Ruz, la madre de
ambos, su hermano le propinó una reprimenda pública cuando él se echó a
llorar. Esas son debilidades burguesas.

Una de las primeras disposiciones de Raúl fue dar comienzo
inmediatamente a las honras fúnebres. ¿Cómo? Orquestando una gigantesca
campaña nacional e internacional de homenajes. Todo el mundo tiene que
llorarlo. Los diplomáticos y los agentes de influencia al servicio del
gobierno cubano recibieron una orden apremiante: ''Pidan cartas de
adhesión, declaraciones de afecto, poemas, esculturas y todo género de
muestras de solidaridad''. En Brasil, el arquitecto Oscar Niemeyer
escribió un artículo plañidero. En Ecuador, los partidarios de la
dictadura reprodujeron en la falda del Pichincha la firma del Comandante
a escala heroica. El uruguayo Mario Benedetti escribió algo así como un
poema. Dentro de Cuba, la Unión de Escritores puso a la firma un
documento de emocionada reverencia al líder de la revolución. Silvio
Rodríguez y Pablo Milanés le dedicaron canciones y conciertos. Un señor
que juega al béisbol le ofreció sus jonrones.

Sin embargo, es muy posible que nada de esto logre quitarle a Castro la
sensación de fracaso que probablemente siente. Cuando comenzó la
revolución, Fidel Castro estaba seguro de que él sabía cómo convertir a
Cuba en una nación próspera y desarrollada mientras comandaba al tercer
mundo en su violento asalto hacia la gloria. El Che lo aseguró a
principios de los sesenta en Punta del Este: en 10 años Cuba supe-

raría la riqueza per cápita estadounidense. A fines de los setenta,
Fidel Castro se lo repitió, aumentado, al historiador venezolano
Guillermo Morón: en una década vería el hundimiento de Estados Unidos,
mientras Cuba tendría al Caribe como su mare nostrum.

No acertó. Estados Unidos es la única superpotencia del planeta,
mientras la nación que deja Fidel Castro es un país harapiento que hoy
vive de la caridad venezolana, como ayer lo hacía de la soviética. El
inventario de horrores es casi inigualable: más de dieciséis mil
muertos, fusilados, ahogados y desaparecidos han sido documentados por
el economista Armando Lago y María Werlau, su principal colaboradora. A
lo largo del proceso han pasado por las cárceles decenas de miles de
presos políticos (más de trescientos en las cárceles de hoy día),
incluidos entre ellos a personas castigadas por ser homosexuales, tener
creencias religiosas o, simplemente, rechazar la estupidez teórica
marxista. Dos millones de personas fueron despojadas de sus propiedades
y lanzadas al exilio. Se obligó a miles de jóvenes a participar en
absurdas guerras africanas que duraron nada menos que quince años. En
suma: un infinito desastre material y espiritual.

¿Será capaz Fidel Castro, con un pie en la tumba, de darse cuenta del
enorme daño que les ha hecho a los cubanos? No sé. Me gustaría creer que
sí. Sería una forma peculiar de hacer justicia.

www.firmaspress.com

http://www.miami.com/mld/elnuevo/news/opinion/15370418.htm

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