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Friday, January 23, 2015

La moral de la derrota

La moral de la derrota
RAFAEL ROJAS | Ciudad de México | 22 Ene 2015 - 9:46 pm.

El largo proceso de negociación, que apenas comienza, no tiene que
culminar, necesariamente, en una reconversión autoritaria del régimen.

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Prats Sariol: La nueva disidencia cubana Aquique: Escuchando a Obama

Cuando en 1898 España perdió sus últimas colonias en América, y Estados
Unidos se constituyó en la potencia hegemónica de la región, los
intelectuales y políticos españoles, que vivieron el tránsito del siglo
XIX al XX, reaccionaron a la crisis de su imperio de múltiples formas.
Una de ellas fue el reformismo republicano de pensadores como Luis
Morote, autor de un libro titulado La moral de la derrota (1900), que,
purgado de sus acentos regeneracionistas o eugenésicos, sigue siendo
lectura pertinente. Morote proponía, en síntesis, no entender la derrota
como el pretexto para una revancha sino como la oportunidad para
emprender una reforma profunda de las instituciones sociales, económicas
y políticas del país, que acabara con el centralismo, la desconfianza
ante la ley, el desprestigio del régimen parlamentario y la ortodoxia de
la educación y la cultura.

He recordado el libro de Morote observando las reacciones de la
oposición y el exilio ante el anuncio del restablecimiento de relaciones
entre Estados Unidos y Cuba y el inicio de las conversaciones entre
ambos gobiernos. Lo que se dio a conocer el 17 de diciembre y comenzó en
estos días, en La Habana, no es el fin sino el comienzo de una
negociación, que será larga, tensa y zigzagueante. No tiene, en modo
alguno, la consistencia de un desenlace, una reconciliación o un borrón
y cuenta nueva. Las principales demandas de ambos gobiernos —fin del
embargo y de la Ley de Ajuste Cubano, desde La Habana, y democracia y
respeto a los derechos humanos, desde Washington—, se mantienen en pie.
Dada la gran relevancia simbólica y, a la vez, la poca solidez política,
que tiene la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba,
podría pensarse que lo más racional y conveniente para la oposición y el
exilio sería recibirla con moderado optimismo. Lamentablemente, no es así.

A diferencia de la moral de la derrota de Morote, la del exilio y la
oposición no responde a un aprovechamiento de la coyuntura para acelerar
la lógica reformista del Gobierno y radicalizarla o rebasarla por medio
de una verdadera democratización política. Los sectores más inmovilistas
del régimen, por su parte, también se sienten defraudados o incómodos
con la negociación y tienen a la mano toda la fuerza represiva del
Estado para revertir el proceso en cuanto amenace sus intereses. Los
antecedentes de una situación como esta son conocidos: el Pacto
Kennedy-Jrushov, visto por unos y otros como claudicación, los diálogos
durante el gobierno de James Carter, con su saldo de excarcelamientos y
éxodo del Mariel, la diplomacia del primer mandato de Bill Clinton y el
atentado contra las avionetas civiles de Hermanos al Rescate. ¿Se
repetirá la historia, esta vez?

Otra vez, la "traición"

Una parte del liderazgo de la oposición y el exilio —por suerte no todo
ese liderazgo— ha asumido el inicio de la normalización diplomática
entre Estados Unidos y Cuba como una derrota o como una traición. Es una
reacción comprensible, si se tiene en cuenta que las expectativas
históricas de esos líderes han estado puestas en un derrocamiento del
Gobierno cubano y una reconstrucción económica y política del país,
encabezada por ellos mismos. A pesar de que la idea de una transición
pacífica a la democracia ganó terreno desde principios de los 90, bajo
el aliento de los cambios en Europa del Este, esos líderes nunca
asimilaron plenamente que el diálogo y la negociación son elementos
indispensables de todo tránsito democrático. Rechazaron esas reglas y,
en sintonía con la clase política cubanoamericana, se aferraron al
reforzamiento del embargo comercial y a la subordinación de la
iniciativa opositora a Washington y a Miami.

Ha sido un error costoso, propio de sujetos que nunca trascendieron
realmente la Guerra Fría, y que ha durado demasiado. Hoy ese error se
presenta a veces —no siempre— bajo la paradoja de una oposición y un
exilio que en vez de enfrentarse pacíficamente al Gobierno de Raúl
Castro, en busca de un mayor contacto con la ciudadanía, que les permita
movilizar la voluntad popular a favor de una reforma constitucional y
electoral, que les otorgue la legitimidad que merecen y los convierta en
actores protagónicos del cambio democrático, prefieren enfrentarse al
gobierno de Barack Obama. En su versión más extrema, y también más
ridícula, esa moral de la derrota llega al punto de atribuir al Gobierno
de Estados Unidos —y a la Unión Europea, Canadá, el Vaticano, por no
hablar de toda América Latina— el objetivo de preservar el régimen
cubano intacto e, incluso, perpetuar a los Castro o a sus sucesores en
el poder.

La moral de la derrota puede tener sentido como la apuesta testimonial
de una oposición y un exilio, que se saben incomprendidos por el mundo,
empezando por la parte de ese mundo que ha considerado siempre su aliado
—Estados Unidos— y que no aspira ya a intervenir en el presente sino a
dejar un gesto de intransigencia para la memoria. Pero no es eso a lo
que aspiran muchos de los líderes de la oposición y el exilio que hoy se
sienten engañados por la Casa Blanca y el Partido Demócrata. Esos
líderes siguen deseando intervenir en el presente y el futuro de Cuba,
aunque, lamentablemente, piensan que el instrumento más poderoso del
cambio no es la movilización ciudadana o la persuasión reformista en la
Isla sino el embargo comercial y la presión internacional contra el
régimen, capitaneada por Washington.

El desplazamiento de roles que provoca esa reacción ya está produciendo
efectos ideológicos y políticos, perniciosos para la democratización de
Cuba. Si antes del 17 de diciembre la oposición y el exilio estaban
divididos, ahora lo están aún más. Difícilmente, quienes asumen que su
deber es oponerse a la actual política del presidente Obama hacia la
Isla se entenderán con quienes piensan que la misma ofrece mayores
oportunidades para concentrar la presión democrática en la Isla a partir
de la movilización ciudadana, de demandas concretas y eficaces de
ampliación de derechos civiles y políticos y de reformas electorales y
constitucionales. Entre la represión del Gobierno de la isla y la
desconfianza de los congresistas cubanoamericanos, quienes apuestan a la
vez por la normalización de relaciones y la democratización política
pueden quedar más marginados en los próximos años.

La parte del liderazgo del exilio y la oposición que ya está involucrada
en el boicot de la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba
actúa desde una rígida perspectiva de corto plazo. Sus miras están
puestas en las elecciones de 2016, cuando se proponen elegir a un
presidente republicano que revierta las medidas adoptadas por Obama. Eso
quiere decir que, en los dos próximos años, su mayor interés no estará
puesto en la presión interna a favor de la democratización de la Isla
sino en el lobby anti-Obama y anti-demócrata. Los líderes de la
oposición interna que ya vemos atacando las medidas del presidente en
Washington y Miami se multiplicarán en los meses que siguen, como peones
de las campañas electorales de ambos partidos en Estados Unidos.

Si el objetivo es la democratización del sistema político cubano, esa
perspectiva no podría estar más equivocada. No solo porque se aferra al
corto plazo sino porque su rango de probabilidad es estrecho, toda vez
que en 2016 puede ganar un demócrata la presidencia de Estados Unidos,
que dé continuidad a la política anunciada el pasado 17 de diciembre.
Pero tal perspectiva es errónea, ideológica y políticamente, porque
despoja a la oposición y al exilio de algunos de sus anclajes simbólicos
fundamentales, como son el vínculo histórico con Estados Unidos, la
apuesta por una economía de mercado, como la que este país personifica,
y, sobre todo, el reconocimiento de la defensa y promoción de los
derechos humanos como uno de los elementos constitutivos de su política
exterior. Si Washington, según esos líderes, no está haciendo lo que
hace en Cuba, en concordancia con las premisas de su política exterior,
sino como una operación de realpolitik, encaminada a consolidar y no a
cambiar el castrismo, entonces la tarea de la oposición y el exilio es
tan irreal como oponerse, a la vez, al Palacio de la Revolución y a la
Casa Blanca.

Represión y diplomacia

La reacción de esos sectores de la oposición y el exilio ha sido muy
parecida a la de la zona más fidelista e intransigente del régimen. Ahí
también se está viviendo, por estos días, un duelo no declarado, que sus
oficiantes liberan por medio de una melosa apelación a la autoridad de
Fidel Castro, quien supuestamente habría previsto el escenario actual, o
de la advertencia de que "el imperio", aunque se "ponga guantes de
seda", sigue siendo el mismo imperio que ha intentado apoderarse de Cuba
desde siglo XIX. En Granma, Cubadebate, Juventud Rebelde y otras páginas
electrónicas del PCC o la UJC y en los principales blogs oficialistas de
la Isla leímos en 2008 y 2012, durante las dos elecciones de Obama,
reiterados llamados a enfrentar el "soft" o "smart power" de una nueva
generación de demócratas, que tras la candidatura del primer presidente
afroamericano, se proponía lo mismo que sus antecesores.

Esos círculos intransigentes de la Isla también se sienten derrotados y
traicionados por un restablecimiento de relaciones que no partió de la
premisa de la derogación del embargo y de la Ley de Ajuste, las dos
principales demandas del régimen en los últimos 20 años. Los tiempos de
los "cinco puntos innegociables" del Gobierno cubano, para cualquier
entendimiento con Estados Unidos, han quedado atrás. Pero aunque son
cada vez más minoritarios, sigue habiendo, en los medios de
comunicación, los sectores ideológicos del Partido y el Gobierno y la
policía política, sobrevivientes de la "Batalla de Ideas" que aún sueñan
con poner de rodillas al imperio y que ya se preparan para un golpe de
timón, que, con la inevitable represión que lo acompañe, reduzca aún más
el estrecho margen de acción pública con que cuenta la oposición.

La represión, como vimos en los últimos días del año pasado, se mantiene
intacta en Cuba, aunque cambia de método. El Gobierno parece dispuesto a
liberar a la mayor cantidad de presos políticos, reconocidos por
organismos internacionales, pero no a tolerar que la oposición convoque
a la ciudadanía en las calles para manifestarse a favor de una
ampliación de las libertades públicas. A cambio de la neutralización de
cualquier activismo cívico, el régimen podría incentivar, en los
próximos tres años, una intervención de los opositores en el proceso
electoral, aunque difícilmente lo haga si logra renegociar, con la
normalización diplomática, su popularidad perdida. Tan consciente es ese
Gobierno del impacto negativo que tiene la represión en la apertura
diplomática que intenta propiciar, como de la enorme simpatía popular
que goza, dentro de la Isla, una buena relación con toda la comunidad
internacional.

Dado que para el Gobierno es una prioridad la negociación en curso con
la Unión Europea, Estados Unidos e, incluso, la OEA, la oposición tiene,
en ese nuevo escenario, un campo de acción doméstico, cuyo único límite
es la represión. Más que cabildear en Washington o en Bruselas para que
no se revoque el embargo o se mantenga la Posición Común, el reto parece
ser, en resumidas cuentas, la presión interna y, también, la persuasión
reformista, por medio del contacto franco con sectores de la sociedad
civil, las organizaciones no gubernamentales, la Iglesia, los
intelectuales y círculos aperturistas del Gobierno. La oposición no
tiene por qué aceptar la condición de "enemigo" que el régimen le impone
por medio de las leyes constitucionales y penales y, sobre todo, por
medio de la represión. Una manera de despojarse el estigma es el diálogo
con todas las zonas críticas de la esfera pública insular, donde hay
actores trabajando desde hace años en proyectos atendibles de reforma
política.

Uno de los objetivos básicos del régimen, en la última década, ha sido
aislar a la oposición de la Iglesia, los intelectuales y otros sectores
de la sociedad civil, sensibles al mensaje del cambio democrático. El
proceso de normalización diplomática, no solo con Estados Unidos sino
con toda la comunidad internacional, es una coyuntura favorable para
quebrar ese cerco imaginario y romper las fronteras artificiales entre
el activismo cívico y la oposición política. Los tres próximos años, que
coincidirán, además, con un nuevo ciclo electoral que debería desembocar
en la elección de un nuevo Consejo de Estado en 2017 y una sucesión de
poderes en 2018, son el momento propicio para una reinvención de los
opositores cubanos que los convierta, finalmente, en actores legales y
legítimos de la democratización de la Isla. El largo proceso de
negociación, que apenas comienza, no tiene que culminar, necesariamente,
en una reconversión autoritaria del régimen. De la inteligencia de la
oposición depende, en buena medida, que no sea el desenlace.

Source: La moral de la derrota | Diario de Cuba -
<http://www.diariodecuba.com/cuba/1421958549_12471.html>

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