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Monday, May 14, 2012

Vigencia de Batista, logro mayor de la revolución

60 años sin democracia

Vigencia de Batista, logro mayor de la revolución
Vicente Echerri
Nueva York 14-05-2012 - 7:30 am.

Llamar tiranía al gobierno de Batista, incluso en su última etapa, es
una fabricación.

El epígrafe que encabeza la sección de este diario donde han ido
apareciendo artículos acerca de Fulgencio Batista y su época —"60 años
sin democracia"— ya es de suyo tendencioso, pues obliga a aceptar que
el 10 de marzo de 1952 se quebró en Cuba el proceso democrático para
inaugurar una época que, sin solución de continuidad, llega hasta la
fecha. Esa premisa falsa —puesto que no puede sostenerse en los hechos—
sirve para reafirmar un lugar común del análisis sobre la historia
contemporánea de Cuba: que el régimen castrista es una consecuencia
necesaria de la situación política que le antecedió, lo cual de paso
responsabiliza a Batista del colapso de la república y de todo lo que
vino después.

Sin ánimo de disculpar a nadie —todos los protagonistas de la historia
tienen su cuota de responsabilidad—, el golpe de Estado del 10 de marzo,
que interrumpió el orden constitucional, no significó un quiebre
dramático de la democracia cubana, si por democracia entendemos no sólo
un sistema electoral, sino también un repertorio de derechos y
libertades. El golpe de Estado usurpó las funciones ejecutivas y
legislativas al inaugurar un gobierno de facto, pero dejó intacto el
poder judicial, que en Cuba gozaba de gran prestigio e independencia, y
no afectó, salvo por cortos períodos de censura, la libertad de prensa,
ni la libertad de reunión y asociación, ni disolvió los partidos
políticos que siguieron existiendo como entidades autónomas, ni lesionó,
desde luego, los derechos económicos de la ciudadanía.

Aunque en 1952 Batista no gozaba de la popularidad que había llegado a
tener en los años 30 y 40 (incluso la que aún tenía cuando fue electo
senador por Las Villas en 1948 encontrándose ausente del territorio
nacional), el golpe fue recibido por la opinión pública sin mayor
oposición, al extremo de que algunos brotes de resistencia (como el que
intentó organizar Rolando Masferrer en la Universidad de La Habana) no
encontraron respaldo, al menos en ese momento. Los jóvenes con
inquietudes o aspiraciones políticas, vinculados a un partido en
ascenso, como era el Partido del Pueblo Cubano (al que las encuestas
daban por ganador en los comicios de junio de ese año) es lógico que se
sintieran frustrados y estafados (como fue el caso de Fidel Castro),
pero fueron más las personas que miraron con alivio que un nuevo orden
viniera a ponerle fin a la inseguridad pública que se había vivido bajo
los gobiernos "auténticos" y a la impunidad que en ellos llegó a
disfrutar el gangsterismo y la corrupción. La banca, así como las
empresas agrícolas, industriales y mercantiles, le dieron un voto de
confianza a Batista por creer que se inauguraba un régimen que traería
consigo la estabilidad que el medro siempre necesita.

Así comienza lo que podría llamarse la "dictadura" de Fulgencio Batista,
un período que se extiende hasta las elecciones del 1 de noviembre de
1954 o, si se quiere, hasta la toma de posesión del nuevo gobierno el 24
de febrero de 1955, cuando el Congreso, que había sido disuelto el 10 de
marzo, reanuda sus funciones y, en consecuencia, deja de existir el
Consejo Consultivo (que había fungido como una suerte de poder
legislativo desde abril de 1952), del mismo modo que quedan sin efecto
los Estatutos Constitucionales para que la Constitución de 1940 vuelva a
entrar en vigor.

No es cierto, pues, que la Constitución cubana se quedara en un limbo
legal de 1952 a 1959, ni que la revolución castrista se hiciera para
reponerla. En los últimos cuatro años del gobierno de Batista la
Constitución tuvo plena vigencia, aunque los comicios en que Batista
saliera electo en 1954 hayan estado afectados por un cierto nivel de
fraude, no mucho mayor que el de algunos otros que le habían antecedido,
ni muy diferente de lo que ocurría, y todavía ocurre, en América Latina
y en otros países del tercer mundo. (Por ejemplo, la llamada "brava
electoral" de Mario García Menocal en las elecciones de 1916, por la
cual retuvo la presidencia otro cuatrienio y que diera lugar a la
revolución de La Chambelona; o la "prórroga de poderes" con que Gerardo
Machado extendió su magistratura fueron expedientes mucho más
escandalosos que las elecciones con que Batista quiso legitimar su
mandato en 1954).

Tampoco a estas elecciones de 1954 Batista concurrió sin oposición.
Aunque el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y el Partido Socialista
Popular (comunista) no participaron de la consulta pública y se
dedicaron más bien a boicotearla, y otros partidos tradicionales —como
el Liberal— integraban la coalición gubernamental, el Partido
Revolucionario Cubano (Auténtico), que era todavía inmensamente popular,
sí concurrió, llevando como candidato presidencial al ex presidente
Ramón Grau San Martín. Éste, aduciendo falta de confianza en la limpieza
de las elecciones, fue al retraimiento dos días antes de celebrarse
éstas, sin tiempo para que su nombre y el de su partido no aparecieran
en las boletas y, en consecuencia, muchos candidatos del autenticismo
salieron electos en distintas instancias del gobierno y la mayoría de
ellos tomó posesión de sus cargos. De los 18 escaños reservados en el
Senado a la minoría (de una totalidad de 59) casi todos, si no todos,
fueron a manos de los candidatos auténticos. Nombres de políticos tan
reconocidos como Manuel Benítez, Francisco Grau Alcina, Miguel Suárez
Fernández, Eduardo Suárez Rivas, Arturo Hernández Tellaheche y Julio
Tarafa serían senadores de la oposición en ese Congreso que también
contaría, entre los representantes a la Cámara, a connotados
oposicionistas, como los líderes sindicales Conrado Béquer y Conrado
Rodríguez (que años después protagonizaron una huelga de hambre en el
propio Capitolio nacional) y al conocido comentarista radial Juan Amador
Rodríguez.

Pese a la renuencia de la extrema izquierda, representada sobre todo por
los ortodoxos, de reconocer la legitimidad del gobierno que se
instauraba, algunos de sus líderes y portavoces más destacados (Pardo
Llada, Manuel Bisbe, Aramís Taboada) entre otras personalidades firmaron
una carta abierta al gobierno, el mismo día de su inauguración, en la
que pedían la excarcelación de los presos políticos que, en ese momento,
casi se limitaban a los asaltantes del cuartel Moncada. Este documento
(que también incluía entre sus signatarios a Cosme de la Torriente y a
Jorge Mañach) venía a ser un reconocimiento tácito de la legitimidad que
estos mismos señores le negaban al régimen. Fue ese congreso el que
promulgó el indulto de Castro y su cuadrilla en mayo de 1955, indulto
que Batista no tardó en ratificar.

Sin embargo, el elemento revolucionario —que en Cuba ha sido peor que
cualquier otra ideología— se negó a funcionar dentro del marco legal que
le permitía la constitución vigente (un marco del cual haría uso Carlos
Márquez Sterling, con un gran sentido patriótico, en las elecciones de
1958). Los revolucionarios —tanto de la vertiente castrista, como de la
ortodoxa, de los auténticos financiados por el ex presidente Carlos Prío
desde el exilio, como de los radicales de la Federación Estudiantil
Universitaria, a los que lideraba ese exaltado que fue José Antonio
Echevarría— se propusieron derribar al gobierno por la fuerza. El
resultado fue una guerra civil en que el régimen cayó en la trampa que
le tendieron los revolucionarios: la de responder al terror con el
terror. En reacción a los sabotajes y acciones subversivas (llevadas a
cabo sobre todo por el Movimiento 26 de julio, luego del desembarco de
Castro en Oriente), Batista le dio rienda suelta a sus matones que, como
siempre ocurre, ayudarían a robustecer el fervor revolucionario, a
aumentar la sensación de inestabilidad y a desacreditar totalmente a un
gobierno que, por otra parte, podía exhibir una larga lista de méritos.

No obstante, es una fabricación llamarle al gobierno de Batista, incluso
en su última etapa, una tiranía. De haberlo sido, Fidel Castro nunca
habría llegado al poder ni el foco revolucionario habría prosperado con
tanta facilidad. Las tiranías, como hemos visto muy bien después, operan
de otra manera y tienen mucha mayor eficacia en la erradicación de sus
enemigos. Tampoco podría catalogarse con toda propiedad de "dictadura" a
partir de 1955, cuando el régimen usurpador del 10 de marzo del 52 se
aviene a un marco constitucional, aunque la consulta pública a través de
la cual reingresamos en la democracia estuviera marcada de
irregularidades. Creo que los cubanos vivimos ese último período de
Batista (1955-1959) en una democracia precaria, afectada por la
corrupción y la violencia (violencia que se generaba en la actividad
revolucionaria y a la que el gobierno respondía con gruesos desmanes),
pero democracia al fin y al cabo, no peor de lo que han sido, por
ejemplo, algunos gobiernos colombianos de las últimas décadas, cuya
legitimidad nadie ha puesto en duda, pese a haber estado minados por el
narcotráfico, el soborno político y las ejecuciones extrajudiciales.

El gobierno de Batista, con todos sus defectos, no tendría
—necesariamente— que haber sido derrocado por una acción revolucionaria,
ni dar paso a la tiranía más larga que haya habido en suelo americano,
de no haber sido por la inmadurez de nuestra clase política y por la
exaltación del ideal revolucionario que inculcó en la psique de por lo
menos dos generaciones de cubanos antes de 1959 la fe en un recurso de
violencia que superaba —por valor, por honestidad, por incorruptible
celeridad— los lentos y tortuosos métodos de la democracia. El triste
resultado salta a la vista.

Batista era —con corrupción y matones— mil veces preferible a todo lo
que vino después. Comparar ambos regímenes en la vida de nuestra
república es como comparar un resfriado y un cáncer, la diferencia que
puede haber entre un mal transitorio de un organismo sano y una
incurable enfermedad. Si los cubanos hubieran creído en la democracia y
en sus instrumentos, Castro nunca habría llegado al poder, y de Batista
—que sólo adelantó unas semanas su salida (se habría ido de todos modos
el 24 de febrero de 1959 cuando Andrés Rivero Agüero hubiera tomado
posesión)— hoy pocos se acordarían. Después de él habríamos tenido no
menos de una decena de presidentes y, con todas las flaquezas de nuestra
democracia, habríamos avanzado mucho en todos los órdenes.

La inmortalidad de Batista —y que a más de medio siglo de concluido su
paso por el poder aún lo discutamos con tanta vigencia y pasión (como
prueba este espacio de DDC)— depende tan sólo de la parálisis que trajo
a la vida cubana la revolución castrista. Cuando yo era niño, en esa
década del 50 que, pese a todo, fue próspera y feliz, nadie, ni los más
viejos, discutía con pasión los gobiernos de Tomás Estrada Palma o José
Miguel Gómez. Cincuenta años después, y pese a sus controvertidas
gestiones, ya pertenecían por entero a la historia.

http://www.diariodecuba.com/opinion/11075-vigencia-de-batista-logro-mayor-de-la-revolucion

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