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Saturday, January 06, 2007

Los Huevos de Mi Infancia

Los Huevos de Mi Infancia
2007-01-05
Petronio Rafael Cevallos

Huevos creció conmigo, compartimos juntos mi infancia y toda mi
adolescencia. Huevos fue un compañero cons­tante y un amigo leal. Dotado
de una inteligencia que no pocos humanos hubieran envidiado. Valiente y
enamorado como un caballe­ro andante, Huevos se repartía, pródigo, entre
sus numerosas Dulci­neas, hacién­dole sobrado honor a su nombre.

Siempre a la vanguardia, Huevos era un auténtico líder, un explorador
intrépi­do. Juntos salíamos a corretear por los campos aledaños de
Ancón. Cierta ocasión que un grupo de niños caminábamos rumbo a la
granja de mis abuelos, Huevos como siempre marchaba a la cabeza del
grupo. Alerta al menor movimiento, no paraba de husmear chopos,
montículos y el sendero. De repente, sus ladridos nos alertaron. Había
olfateado una serpiente que acechaba en una cuneta cubierta de
siemprevivas. Huevos la circunda­ba sin dejar de ladrar. Al acercarnos,
la vimos enroscada entre la maleza. Jamás la hubiéramos visto sin su
ayuda. Era una culebra equis, muy veneno­sa. Intimida­dos por su
reputación, optamos por no moles­tarla y seguir nuestro camino.

La fama de Huevos pronto rebasó los límites del barrio. Su osadía como
enamorado se volvió legendaria. No había barrera que no superara ni
rival o amo que se interpusiera. Las hazañas amorosas de Huevos eran
dignas de un libro de caballería. Cuando estaba en celo, que parecía ser
todo el tiempo, nada ni nadie podía contenerlo. Recuerdo mi frustración
de amo desobedecido, cuando lo veía mezclado en las jaurías de perros
alunados, persiguiendo a una hembra en celo. Lo llamaba, lo conminaba a
todo pulmón, lo trataba de alcanzar sin éxito. Pese a todos mis
esfuer­zos, amenazas y precauciones (había veces en que lo encerraba),
Huevos era incontenible. El instinto era su amo supremo. Bajaba las
orejas, movía la cola y como sonriéndome, socarrón, parecía decirme qu e
lo sentía mucho, pero que tenía que cumplir con natura. Al cabo de unos
días retornaba casa: hambriento, sediento y mugroso, pero satisfecho de
haber cumplido sus necesidades básicas.

Tales proezas sexuales se convirtieron en un dolor de cabeza para muchos
vecinos. Cada unos cuantos meses, las perras del vecindario parían
numerosas camadas, gracias al poderío sexual de Huevos. Ciertas vecinas,
bordeando en la desespe­ra­ción, intentaron mil maneras de detener el
ímpetu procrea­cional de mi entrañable mascota. Todo resultó inútil. La
Cuqui, así se llamaba la linda perrita de estas vecinas, religiosamente,
dos o tres veces al año traía al mundo un mínimo de seis cachorri­tos,
todos con la generosa y galante ayuda de Huevos. La Cuqui (perrita fina
y mimada por un grupo de solteronas) era de hecho la concubina favorita
del gallardo Huevos. Las atribuladas vecinas mandaron a construir una
cerca más alta para imposibilitar­le el acceso al apasionado galán. Pero
Huevos, para desconsuelo de las solteronas, la siguió saltando como un
campeón olímpico. Y la Cuqui siguió pariendo cachorritos.

Una de las vecinas, que era modista, confeccionó una especie de calzón
hecho de un material muy fuerte y resisten­te; estaba diseñado para
servir como un cinturón de castidad canino. Sin embargo, varios fueron
los cinturones de castidad que le rompieron y le despojaron a la Cuqui;
el ímpetu de Huevos no se detenía ante nada. Cada calzón roto
signifi­caba el advenimiento de un nuevo ejemplar de la especie canina.
Con copiosas lágrimas y quejas, las solteronas nos llevaban las pruebas
del delito: calzones de tela tosca y reforzada rotos a dentelladas por
el ardor de nuestra mascota.

"Señora Dorita, mire lo que su perro ha hecho. Ya no sabemos qué hacer.
Con éste son quince los calzones que le ha roto a la Cuqui. Por favor le
pedimos que haga castrar a ese demonio de perro suyo, por que nos está
volviendo locas".

"Dios mío, qué animalito. Si nosotros aquí lo encerra­mos, pero el
bandido al menor descuido se nos escapa", mamá se disculpa­ba: "Créanme,
vecinas, ustedes no son las únicas; no es que eso sea ningún consuelo,
pero el señor Sarmiento también ha venido a darme las quejas. Este
bendito animal ha cogido con matarle los gallos de pelea".

Entretanto, Huevos se ponía a buen recaudo. Era cierto que aquellas
soltero­nas —que trataban a la Cuqui como a la hija que no tenían—
exageraban la nota. Si tanto les moles­taba que la Cuqui pariera, ¿por
qué no la llevaban a un veterinario y la hacían esterilizar? Además, si
la Cuqui era la hija que no tenían, los hijos de la Cuqui bien podían
ser los nietos que jamás iban a tener.

Rezongando, fui a buscar a Huevos, al que encontré metido debajo de mi
cama. Lo llamé y salió, mohino y remolón. Le acaricié la cabeza peluda.
Le hablé diciéndole que lo de la Cuqui pasaba, pero lo de los gallos de
pelea no. Yo temía que el enfurecido señor Sarmiento tomara medidas más
drásticas. Entre aquellas, la más practicada era la de envenenar a los
perros. Así habíamos perdido al Ringo (un hermoso y apacible spaniel, la
antítesis de Huevos) que murió envene­nado por manos misterio­sas. Y si
eso le habían hecho al Ringo, que era un alma de Dios, no me atrevía a
pensar lo que le podrían hacer al terrible Huevos. Envenenar animales,
especial­mente perros y gatos, era una cruel y generalizada práctica en
Ancón. La vida de mi querido Huevos se hall aba en serio peligro.

Por lo tanto, opté por mantenerlo todo el tiempo en mi habitación. Allí
permanecía confinado noche y día, incluso cuando yo iba a la escuela.
Por la noche lo sacaba a cumplir sus necesidades. A veces, cuando estaba
en celo, lo dejaba ir adonde la Cuqui. De esta manera, mien­tras todo el
mundo dormía, Huevos y la Cuqui consumaban sus incontables coitos. La
bruma marina cubría el cielo de la madrugada. La Cuqui soportaba estoica
el peso y los embates de Huevos, que furiosamente arremetía los cuartos
traseros de la perra. Luego, amparados por las sombras, ambos canes
permanecían pegados. Gracias a la complicidad de la noche, no había
niños que tiraran piedras. Cuántas veces Huevos había sufrido el
agravio, perpetrado por críos fisgones y crueles, quienes escarnecían
sus deleites sexuales con gritos y pedradas.

"¡A cachar al monte, perros culiones!"

Y la perra que, aterroriza­da, halaba para un lado, y el perro para
otro. Y los piedrazos que llovían, mientras que el pene inflamado por el
orgasmo seguía atrancado dentro de la contraída vagina. Precariamente,
corriendo de costado, tratan de escapar del aluvión de piedras, pero el
pene continúa trabado en el cerrojo púbico. Los bruscos movi­mientos
hacen que el pene se estire sin lograr despren­der­se de las fauces
vaginales. La perra gime adolori­da. Llueven los piedrazas. Malditos
niños, no dejan que natura siga su curso en paz.

Pero bajo el discreto celestinazgo de la madrugada, Huevos y la Cuqui se
despegan. Él se lame el falo henchido y rojo como lápiz de labio. Ella
se lame la húmeda vulva. A guisa de despedida, se olfatean mutua­mente
el trasero. Luego, de un ágil brinco, Huevos salta el muro. Ya casi
amanece. Un gallo canta en algún gallinero. Fresco como una lechuga,
como un atleta victorioso, Huevos emprende el regreso a casa, al ritmo
de un trotecito canchero y sobrador.

© Copyright 2007: Petronio Rafael Cevallos
Tomado de Ancon City Blues, libro en marcha www.ecuayork.homestead.com

http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=8364

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